Desperté con lágrimas en los ojos. Aún sentía el calor de Luna, aunque sabía que era solo parte del sueño. Aun así… me aferré a eso. Algo dentro de mí se negaba a rendirse.
Tomé una libreta vieja y un bolígrafo mordido. Me senté en el suelo, junto a la ventana, donde entraba un poco de luz gris.
Y empecé a escribir.
“Querido yo:
Si algún día olvidas quién eres, si Elias gana, si la oscuridad te traga, recuerda esto: Mamá te quiere. Luna te protegió. Tu perro te esperó cada día. Eres más que dolor.”
Escribí más. Escribí sobre el parque donde aprendí a andar en bici. Sobre las canciones que escuchaba con mi madre mientras cocinaba. Sobre cómo Luna decía que la nostalgia es una forma de esperanza.
Y entonces, como por impulso, dibujé.
Dibujé mi cuarto iluminado por la luna. A Luna mirándome desde una ventana. A mi perro durmiendo bajo mis pies.
Cada trazo dolía, pero también curaba.
Elias volvió esa noche.
—Qué patético —susurró—. ¿Crees que escribir cambia algo?
—No —le dije—. Pero me recuerda que todavía soy yo.
Elias se quedó en silencio. Por primera vez, parecía… dudoso.
Luego se desvaneció.
Me quedé solo. Pero sentí algo diferente: tenía un escudo. Hecho de memorias, tinta y cicatrices.
No era invencible.
Pero ya no estaba completamente perdido.