Las noches se habían vuelto cada vez más pesadas. A veces, sentía que Elias ya no era solo una voz o una sombra: era parte de mí. Una parte oscura, podrida, que quería arrastrarme al abismo.
Pero también estaba Luna.
Ella nunca me dejaba solo en los sueños. A veces solo se sentaba conmigo, en silencio. Otras veces me hablaba, me contaba historias antiguas, de guerreros perdidos que encontraron su camino en medio de la oscuridad.
Una noche, Luna se me acercó más de lo habitual. Su rostro era serio, sus ojos brillaban con una tristeza profunda.
—Hoy es el día —me dijo en voz baja—. Elías ya no puede quedarse aquí. Te ha envenenado demasiado tiempo.
—¿Cómo? —pregunté—. No sé cómo luchar contra algo que vive dentro de mí.
Ella sonrió, una sonrisa triste.
—No es una pelea de fuerza. Es una pelea de verdad.
Me llevó de la mano hasta un campo blanco, como un sueño sin forma. El cielo era gris, como si el mundo entero contuviera la respiración.
Y ahí estaba Elias.
Alto, retorcido, con ojos vacíos. Una sombra hecha de todas las veces que lloré en silencio, de todos los días que fingí estar bien.
—¿Vienes a matarme? —se burló—. No puedes. Yo soy tú.
Por un momento dudé. ¿Y si tenía razón? ¿Y si no podía ser salvado?
Entonces sentí la mano de Luna apretando la mía.
—Recuerda quién eres —me susurró.
Y lo recordé.
Recordé a mamá cantándome cuando era niño. Recordé a mi perro saltando sobre mí después de la escuela. Recordé las lágrimas sinceras de Luna. Recordé cada pequeño momento de bondad, cada pequeño destello de luz que me había negado a soltar.
—No eres yo —dije, mirando a Elias—. Eres mi dolor. Pero yo soy más que eso.
Elias gritó. Su forma comenzó a agrietarse, como un espejo roto.
—¡Sin mí no eres nada! —rugió.
—Sin ti, por fin soy libre.
Di un paso adelante.
Y, sin necesidad de gritar ni pelear, Elias se desvaneció. Como polvo arrastrado por el viento. Como una pesadilla que pierde su fuerza cuando el sol amanece.
Caí de rodillas, agotado.
Luna se arrodilló junto a mí y me abrazó.
—Lo lograste —dijo en un susurro.
—¿Se fue? —pregunté.
—Se fue —confirmó—. Pero tendrás que cuidar esa herida. Siempre habrá cicatrices. Pero ya no estás solo.
La luz del campo blanco empezó a cambiar, volviéndose más cálida, más real.
Cuando abrí los ojos, estaba en mi habitación. Solo. Pero la soledad ya no pesaba igual. Era diferente. Era… silencio, no vacío.
Y en el escritorio, donde había dejado mis cartas, alguien había escrito unas palabras:
"Nunca olvides: eres más fuerte que tu oscuridad."
No supe si fue real o un último regalo de Luna.
Pero sonreí.
Por primera vez en mucho, mucho tiempo… sonreí de verdad.