Capítulo 19: Raíces Que Duelen

El amanecer entraba débilmente por la ventana. El cielo era de un gris apagado, y el aire olía a tierra mojada, como si el mundo mismo estuviera triste.

Mi madre estaba en la cocina, moviéndose lentamente, como alguien que ya no tenía prisa para nada.

Me acerqué sin hacer ruido, como cuando era niño y quería sorprenderla. Pero esta vez no había sonrisas escondidas, ni bromas esperando ser dichas.

Ella me miró. Sus ojos tenían ojeras profundas y su rostro estaba más cansado que nunca.

—¿No pudiste dormir? —preguntó con una voz que parecía romperse sola.

Negué con la cabeza.

Nos quedamos en silencio unos segundos. Y entonces, inesperadamente, sentí su mano tibia en mi mejilla, acariciándome como cuando era pequeño.

—Me asustas, hijo —dijo en un susurro, sin atreverse a mirarme del todo—. A veces siento que te estás yendo... como si te desvanecieras frente a mí.

Tragué saliva. No sabía qué decir. Porque era verdad. Parte de mí había muerto hace tiempo, y lo que quedaba apenas resistía.

—Lo intento, mamá —murmuré, bajando la cabeza.

Ella suspiró. Luego me abrazó, fuerte, desesperadamente, como si al apretarme pudiera evitar que desapareciera.

—No tienes que cargar todo solo... —sus palabras temblaban—. No me dejes, por favor...

Sentí algo quebrarse dentro de mí. Como una presa que ya no aguantaba más.

La abracé de vuelta. Lloré. Lloramos.

Por todo lo que habíamos perdido.

Por todo lo que nunca pudimos decir.

Por el perro que ya no estaba.

Por los silencios en las cenas.

Por las noches que pasaba despierto, perdido, soñando mundos que no existían.

—Te amo, mamá —dije, apenas audible.

Ella no respondió con palabras. No hacía falta. Su abrazo era suficiente.

Y en ese momento entendí algo:

Quizá el dolor no desaparecería nunca.

Quizá nunca sería una vida perfecta.

Pero mientras ella estuviera ahí, mientras alguien me siguiera esperando, todavía había algo por lo cual luchar.

Quizá seguir respirando, aunque doliera, también era una forma de amor.