Capítulo 22 - Luz entre los escombros

Me desperté con los ojos pesados, pero sin ese nudo en la garganta que me había acompañado por tanto tiempo. El sol entraba tímido por la ventana, pintando la pared con un tono cálido, casi como si la vida quisiera darme los buenos días. Por primera vez en mucho tiempo, no sentí miedo de abrir los ojos. No sentí esa oscuridad encima de mí.

Me quedé acostado un rato, escuchando los ruidos de la casa. La cafetera, la radio bajita en la cocina, y una voz… su voz. Mi mamá estaba cantando. Una canción vieja, de esas que ella ponía cuando yo era niño. Me acordé de eso, de cómo bailaba conmigo en la sala, con los pies descalzos y una risa que llenaba todo el lugar.

Me levanté, con pasos lentos, y caminé hacia la cocina. Mamá estaba ahí, de espaldas, moviendo una cuchara en una olla. Llevaba su bata favorita, esa que ya está gastada pero que se niega a tirar porque le trae recuerdos de papá. Cuando me vio, sonrió como si hubiera estado esperando ese momento toda la mañana.

—Buenos días, mi amor —dijo con esa voz suavecita que me calma más que cualquier medicina.

—Buenos días, ma —respondí, rascándome la cabeza, como si fuera un niño otra vez.

Me senté a la mesa. Ella me sirvió café, pan con mantequilla y un poco de frutas. Me miró a los ojos, y no dijo nada más. No hacía falta. Sus ojos decían todo: “Estoy feliz de verte mejor”, “Estoy aquí”, “No estás solo”.

Tomé su mano, sin avisar. Solo… la tomé.

—Gracias por no rendirte conmigo —le dije con la voz un poco quebrada.

Ella apretó mi mano y se le llenaron los ojos de lágrimas, pero no lloró. No lo necesitaba. Yo tampoco. Era uno de esos momentos donde el silencio decía más que cualquier palabra.

—Tú eres mi hijo —me dijo—. No importa lo que pase, siempre voy a estar aquí. No necesito que seas perfecto, solo que estés vivo.

Me abrazó. Y en ese abrazo, sentí que volvía a casa. Sentí que mi corazón, tan roto por dentro, empezaba a latir con más fuerza. Ella no sabía de Luna, ni de mis sueños, ni de mis alucinaciones, ni del dolor que cargué por años. Pero lo intuía. Como si su alma de madre pudiera leer las grietas del mío.

Ese día me quedé con ella toda la tarde. Cocinamos juntos, reímos, vimos una película que ya habíamos visto mil veces. Y en cada gesto, en cada palabra sencilla, me di cuenta de que había una razón para seguir adelante.

Ella fue mi primera luz, y seguía siéndolo.

No necesitaba entender todo lo que viví. Solo necesitaba ese amor puro, paciente y real que solo una madre puede dar.

Y ahí, en esa cocina, entre pan tostado y risas suaves, empecé a reconstruirme de verdad.