Puños que Hablan Alto

La Casa Roja, Estado de Florianna, Vailstone. Febrero, 2024.

El aire en la Unidad de Análisis Estratégico seguía zumbando con el sonido de la información en movimiento, pero Akari ya no estaba sentada en la estación de trabajo. Las palabras de Valeria Mendoza, "Las sombras no esperan. Y los errores... en mi línea de trabajo, los errores significan que tu sombra se queda atrás. Para siempre", resonaban en su mente. Eran las seis de la mañana. Hora de la siguiente lección. Hora de enfrentar a la siguiente Sombra. Esta vez, una Sombra con puños que hablaban alto.

Se había despertado antes del amanecer, el brazalete rojo en su muñeca una presencia constante, emitiendo un calor suave, casi como un recordatorio silencioso de su nueva lealtad forzada. No había dormido bien. El encuentro con Valeria, su habilidad para desaparecer, su mirada penetrante, habían dejado a Akari inquieta. Sentía que cada sombra en la habitación la observaba. Su humor cínico era su único escudo contra la creciente paranoia.

Okay, Akari. Sobreviviste a la jefa de los cerebritos y a la jefa de las sombras. Ahora toca la jefa de los... ¿músculos? Esto es como una gira de bienvenida al circo de los horrores de la mafia. Espero que tengan algodón de azúcar.

Se vistió con la ropa funcional que le habían dado, sintiendo la extraña ligereza de no tener que comprobar cien veces si tenía todo escondido bajo la ropa. Un golpe seco en la puerta la sobresaltó. Menos sutil que el suave clic de la puerta de Valeria, más... contundente.

Era un hombre diferente esta vez, más fornido que el anterior, con una expresión que no era impasible, sino firmemente aburrida. Vestía un mono de entrenamiento negro.

—Akari Elizaveta Koshkina. Módulo de Entrenamiento Físico. Jefa Kensington. —Su voz era un gruñido, tan directa como los puños de Margaret, Akari supuso.

Akari asintió. La rutina comenzaba. La máquina la estaba procesando. Salió al pasillo, el aire fresco de la Casa Roja llenando sus pulmones, sintiendo la red bajo sus pies, una familiaridad reconfortante en medio de la incertidumbre. El escolta no habló durante el trayecto. Solo caminó, Akari siguiéndolo, sus pensamientos una mezcla de aprensión y una punzada de su humor oscuro.

Módulo de Entrenamiento Físico. Probablemente huele a sudor y a sueños rotos. Mi ambiente natural, supongo. Después de todo, llevo meses rompiéndome los míos.

El Módulo de Entrenamiento Físico estaba en un nivel diferente de la Casa Roja. El aire aquí era más denso, cargado con el olor metálico del sudor, del caucho de las colchonetas y del acero frío. El sonido era un coro de impactos: el thwack seco de guantes contra sacos pesados, el clang metálico de pesas, el jadeo rítmico de cuerpos al límite. No había pantallas holográficas en las paredes, ni flujos de datos. Aquí, la realidad era cruda, física, implacable.

La sala principal era vasta, con un suelo cubierto de colchonetas de combate. Había filas de sacos de boxeo, peras de velocidad, racks llenos de pesas de todos los tamaños, máquinas de cardio de aspecto futurista y un ring de boxeo en un extremo. Varias figuras con monos de entrenamiento, hombres y mujeres por igual se ejercitaban con una intensidad controlada, sus movimientos precisos y poderosos. Akari sintió la energía en el aire: no la energía etérea de la red, sino la energía pura y brutal de los cuerpos humanos llevados al límite.

Y en el centro de todo, como la roca en medio de una tormenta, estaba Margaret Kensington.

Llevaba un mono de entrenamiento negro que realzaba su musculatura, el brazalete rojo en su muñeca contrastando con la tela oscura. Su cabello rubio, normalmente recogido, estaba atado en una coleta alta. Su rostro, sin maquillaje, mostraba las líneas de la concentración y la dureza. No estaba haciendo flexiones imposibles ni levantando pesas descomunales. Estaba observando. Con una presencia imponente, con los brazos cruzados sobre su pecho, irradiando una autoridad silenciosa que se sentía más pesada que cualquier barra que Akari hubiera visto. Sus ojos, de un azul helado, recorrían la sala, analizando, evaluando cada movimiento, cada jadeo.

El escolta llevó a Akari hasta Margaret y se detuvo, indicándole que se quedara allí.

—Akari Elizaveta Koshkina —la voz de Margaret era grave, directa, sin el menor asomo de formalidad o floreos. Era una voz que hablaba con la fuerza de los puños—. Esperándote.

Akari se quedó de pie, sintiendo la mirada penetrante de Margaret. Era diferente a la de Antonella (fría y calculadora) o la de Frederica (analítica y curiosa) o la de Valeria (enigmática y penetrante). La mirada de Margaret era... pura evaluación de la capacidad de combate. Como quien mira un trozo de carne para ver si tiene suficiente músculo.

—Sí. Eh... aquí estoy —dijo Akari, sintiendo una punzada de nerviosismo que intentó disimular con su humor. No es como si pudiera hacerme la pendeja y fingir que me perdí. El brazalete me rastrea hasta en mis pesadillas.

Margaret asintió, una vez, un movimiento seco. —Los informes de la Reina. El perfil de Frederica. La evaluación inicial. Habilidades digitales excepcionales. Peculiaridad interesante. Capacidad de evasión notable. Trauma... significativo. Debilidad con armas de fuego.

Enumeró los puntos como si estuviera leyendo una lista de supermercado, reduciendo la compleja existencia de Akari a datos de entrenamiento. Akari sintió que se encogía por dentro, pero la crudeza de Margaret era refrescante a su manera. Al menos no había rodeos.

—Sí, bueno. Digamos que mi relación con las pistolas es... complicada —dijo Akari, intentando una sonrisa sarcástica.

La sonrisa de Margaret fue una mueca corta, carente de humor. —Complicado es morir porque tu mano tiembla. Aquí, no hay espacio para lo complicado. Solo para lo eficiente. Tu problema es físico y mental. El cuerpo recuerda. La mente colapsa. Te lo quitaremos.

Margaret se acercó a una mesa cercana donde había equipo de entrenamiento. No sacó una Glock. Sacó un par de guantes de boxeo. De cuero oscuro, bien usados. Los arrojó a los pies de Akari.

—Póntelos —ordenó.

Akari miró los guantes, luego a Margaret. —¿Vamos a pelear? ¿Así, de una? No he peleado en.… bueno, con guantes nunca. En las calles, sí, pero eso era más como... supervivencia con mala coreografía.

—Vamos a evaluar —corrigió Margaret, su voz un trueno bajo—. Tu resistencia. Tu agilidad. Tus reflejos. Tu capacidad de recibir un golpe. Y de dar uno. La calle te enseñó a sobrevivir. Yo te enseñaré a pelear.

Akari se puso los guantes. Se sentían pesados, extraños, un acolchado incómodo en sus manos que antes eran expertas en teclados y cables. Se sintió torpe.

—Prepárate —dijo Margaret.

Y así comenzó. Margaret no la golpeó con toda su fuerza, no al principio. Era una evaluación. La hizo moverse. Esquivar. Intentar bloquear. Akari, a pesar de su falta de entrenamiento formal, tenía reflejos rápidos, afilados por los meses en los que tuvo que evadir peligros. Pero Margaret era otra cosa. Sus movimientos eran precisos, sus golpes controlados, pero con una potencia subyacente que Akari sentía en el aire a su alrededor. Un golpe en el brazo, un empujón en el hombro. No hacían daño, pero desequilibraban.

—Demasiada rigidez —dijo Margaret—. Usas la fuerza donde necesitas agilidad. Malgastas energía. Tu postura es deficiente. Eres un blanco fácil.

Akari intentó seguir las instrucciones, pero sus músculos ardían. Su respiración se volvió irregular. El olor a sudor en los guantes, el esfuerzo físico... era la crudeza que Margaret representaba. No era la guerra silenciosa de Valeria, ni la guerra de datos de Frederica. Era la guerra de la carne y el hueso.

Margaret incrementó ligeramente la intensidad. Golpes suaves en el cuerpo de Akari, en los guantes. No hacían daño real, pero eran impactos. Akari sintió la fuerza controlada, la precisión. Margaret no se movía rápido; se movía eficientemente.

—Tu guardia es baja —dijo Margaret, y un golpe controlado aterrizó en el guante de Akari, enviando una punzada por su brazo—. Expones demasiado tu cuerpo. En la calle pudiste correr. Aquí, a veces tienes que quedarte y luchar. Y ganar.

Continuaron durante lo que pareció una eternidad. Akari sentía que cada músculo de su cuerpo protestaba. El aire se sentía denso, pesado en sus pulmones. Su rostro estaba cubierto de sudor, sus piernas temblaban. Margaret, por otro lado, parecía apenas esforzarse, su respiración tranquila, sus movimientos fluidos. Era una demostración de control, de disciplina, de la pura fuerza bruta convertida en arte.

—Tu resistencia es... aceptable —dijo Margaret, deteniéndose por un momento. Permitió que Akari jadeara, intentara recuperar el aliento—. Dada tu falta de condición. Pero no es suficiente. Nuestro trabajo exige un nivel físico extremo. Días sin dormir, misiones que duran horas, confrontaciones inesperadas. Tienes que ser capaz de rendir al máximo incluso cuando tu cuerpo te grita que pares.

Mi cuerpo ya me está gritando que me muera, gracias. Solo que en ruso. Akari se apoyó en sus rodillas, intentando no vomitar. Su humor era un susurro débil ahora, apenas audible incluso para sí misma.

Margaret caminó hasta otra mesa y recogió un par de guantes de cuero. Estos eran diferentes. Más pequeños, más acolchados. Eran guantes de entrenamiento para ella.

—Ahora —dijo Margaret, poniéndose los guantes con movimientos expertos—. Vamos a ver qué tan bien recibes un golpe. Y qué tan rápido te recuperas.

Akari sintió que el pánico se instalaba. ¿Recibir golpes? ¿De Margaret? Esto no era una evaluación. Esto era... esto era una prueba de resistencia. O una tortura.

—Espera, espera. ¿Qué tan fuerte? —preguntó Akari, retrocediendo instintivamente.

—Lo suficiente para que aprendas —respondió Margaret, su voz carente de crueldad, solo de pragmatismo implacable—. Un golpe no es solo dolor. Es información. Te dice dónde estás vulnerable. Dónde necesitas fortalecerte. Cómo reacciona tu cuerpo bajo estrés. Es una lección.

Y comenzó. Margaret no la noqueó. No la destrozó. Sus golpes estaban controlados, pero tenían un peso real. Un impacto en el abdomen que le quitó el aire. Un golpe en el hombro que la hizo tambalearse. Un puñetazo suave pero firme en los guantes, que la hizo retroceder. Akari se tambaleó, intentó mantener el equilibrio, intentó no caer. El dolor era real, agudo, pero soportable. Era la sorpresa, la fuerza del impacto, lo que más la descolocaba.

—Respira —ordenó Margaret, su voz firme en medio del caos—. Controla tu respiración. Usa tu diafragma. No tenses los músculos innecesariamente. Sé un junco. No una roca. El junco se dobla y regresa. La roca se rompe.

Akari intentó seguir las instrucciones, respirando hondo, intentando relajar su cuerpo. Cada golpe era una lección. Dolorosa. Brutal. Pero una lección.

Después de lo que pareció una eternidad, Margaret se detuvo. Akari estaba jadeando, con el cuerpo dolorido, temblando de agotamiento. Se sentía como si la hubieran pasado por una trituradora de papel. Pero no se había caído. No se había rendido.

Margaret se quitó los guantes. Su rostro seguía inexpresivo, pero sus ojos, por un instante, mostraron un atisbo de reconocimiento.

—No te has rendido —dijo Margaret, una declaración de hechos, no un cumplido—. Eso es un comienzo. Tienes la resistencia de la calle. La capacidad de aguantar. Es bueno. Lo usaremos.

Caminó de regreso a la mesa y cogió un objeto. Esta vez, no era un guante.

Era la Glock 17L Gen 5. Negra, elegante, con ese cañón largo y letal. El metal frío. El objeto que había provocado el colapso de Akari en Dreadhaven.

El corazón de Akari dio un vuelco. El aire se le atascó en la garganta. Las imágenes del pasado, del revólver, de la sangre, del estampido, se arremolinaron en su mente. El temblor regresó, sutil al principio, luego incontrolable. La náusea. No. Todavía no. No estaba lista.

Margaret se acercó a ella con el arma. No la apuntó. Solo la sostuvo en su mano, la mirada fija en Akari, evaluando su reacción.

—El problema principal —dijo Margaret, su voz grave, sin rodeos, enfrentando el trauma de Akari con la misma directa con la que enfrentaba un oponente—. Tu bloqueo. Tu incapacidad para usar esto cuando lo necesitas. Ya lo sé. Lo vimos. Frederica tiene los datos. Antonella tiene el plan.

Akari no pudo hablar. Solo podía sentir el pánico creciendo, el aire volviéndose espeso, el olor a pólvora quemada reapareciendo en sus fosas nasales, aunque no la hubiera.

—No es debilidad, Akari —dijo Margaret, sus palabras eran sorprendentemente directas, pero había una dureza en ellas que negaba cualquier compasión—. Es una programación errónea. Un virus en tu sistema. Te bloquea en un momento crítico. Lo eliminaremos.

Margaret extendió el brazo, ofreciendo la Glock a Akari. El metal negro parecía brillar bajo las luces del módulo de entrenamiento. Era el mismo gesto que en Dreadhaven, la misma oferta mortal.

—Tómala —ordenó Margaret—. Necesitas sostenerla. Acostumbrarte a ella. Necesitas que tu cuerpo deje de reaccionar así.

Akari miró el arma, luego a los ojos implacables de Margaret. No quería. No podía. El revólver. La sangre. Pero sabía que no tenía opción. Esto no era una petición. Era una orden. Parte de su entrenamiento. Parte de la corrección de su "defecto".

Con la mano temblorosa, Akari extendió los dedos. Lentamente, temerosamente, tocó el metal frío de la Glock. La sensación recorrió su brazo como una descarga eléctrica, pero no era solo energía. Era el peso del pasado, el horror de su acción infantil, la repulsión visceral. Cerró los dedos alrededor de la empuñadura. Era pesada, familiar de una forma aterradora. El temblor se intensificó. Su mente, por un instante, se llenó de imágenes: el estampido, el olor a sangre, el agujero oscuro.

Pero lo sostuvo. No la soltó. Se quedó allí, temblando, con la Glock en la mano, enfrentando su peor pesadilla bajo la mirada implacable de Margaret Kensington. Akari sabía que este era solo el principio. El entrenamiento de la fuerza bruta, el entrenamiento de la sombra... todo la llevaría de vuelta a este punto. A enfrentar el trauma. A aprender a matar de nuevo. A convertirse en la herramienta que el Syndicate necesitaba que fuera. Los puños de Margaret habían hablado alto. Ahora era el turno de la Glock.