La Casa Roja / Distrito de las Tormentas, Estado de Florianna, Vailstone. Febrero, 2024.
El zumbido constante de la Casa Roja era el sonido de un reloj que no se detenía, midiendo la vida en ciclos de eficiencia y propósito. Akari Elizaveta Koshkina se despertó, no por una alarma, sino por la disciplina impuesta por los pocos días dentro de esos muros. La ausencia de sol o ventanas hacía que cada mañana se sintiera igual a la noche anterior, si no fuera por el cambio sutil en la luz ambiental de la habitación y el suave calor del brazalete rojo en su muñeca izquierda. Sentía su presencia, no solo físicamente, sino también la conexión invisible a la red, al "organismo" de Antonella.
Bueno, día tres (o cuatro, quién sabe) como rata de laboratorio de lujo. O como activo valioso. O como conejillo de indias con Wi-Fi gratis y un brazalete que probablemente emite descargas si intento comerme un cable. Lo que sea. Al menos no me tengo que preocupar por dónde encontraré el próximo trozo de pan rancio o si alguna banda de idiotas me va a secuestrar de nuevo. Aunque, con esta gente, el secuestro es el inicio de la relación.
Se levantó, se vistió con la ropa funcional y neutra que le habían dado. Se sentía extrañamente expuesta sin sus viejas ropas, como si su identidad anterior hubiera sido despojada junto con la mugre de las calles. Era ropa de trabajo, Akari lo sabía. Su nuevo uniforme era solo cuestión de tiempo.
Bajó al área común a la hora del desayuno. La sala era amplia, minimalista, con mesas y sillones cómodos. La comida aparecía en compuertas, caliente y nutritiva. Akari observó a los otros miembros del Syndicate. Se movían con una disciplina silenciosa. Algunos comían solos, inmersos en tabletas luminosas. Otros hablaban en voz baja, sus conversaciones breves y enfocadas. No había risas fuertes, ni bromas. Solo un respeto tácito por el espacio y la concentración. Era una de las reglas no escritas, Akari lo intuía: la eficiencia se extendía incluso a los momentos de descanso.
Otra regla no escrita: no hacer preguntas innecesarias. Solo seguir las instrucciones. No llamar la atención. Ser una pieza que encaja en la maquinaria. La jerarquía era palpable en la forma en que algunos miembros se dirigían a otros, en los sutiles gestos de respeto hacia las figuras de mayor rango que pasaban por allí. Antonella, Frederica, Margaret, Valeria... eran nombres pronunciados con reverencia, o con la fría eficiencia de quienes dan órdenes.
Mientras terminaba su café, el brazalete en su muñeca vibró suavemente. Una interfaz de usuario mínima apareció en su visión periférica. Un mensaje. Corto. Directo.
Kensington. Café "El Amanecer Brillante". Distrito de las Tormentas. 08:30.
Akari parpadeó. ¿Un mensaje? ¿En su brazalete? ¿De Margaret? ¿Para encontrarse fuera de La Casa Roja? Miró a su alrededor. Nadie parecía haber notado nada. La gente seguía inmersa en sus actividades. Esto no encajaba en ninguna de las reglas no escritas que había empezado a entender. Era una desviación total del protocolo de "activo valioso bajo confinamiento".
Okay, o esta es una prueba de escape y si corro me disparan, o Margaret tiene una personalidad múltiple y le gusta el café, o el mundo se volvió loco de verdad y mi entrenadora de fuerza bruta quiere una cita para desayunar. Con esta gente, cualquier cosa es posible. Y probable. Y aterradora.
Su mente de hacker se puso a trabajar. Distrito de las Tormentas. El Amanecer Brillante. Usó la interfaz mínima del brazalete para acceder a los mapas internos (su afinidad se lo permitía en ese nivel básico). Localizó el distrito. Lo conocía por los mapas de Frederica. El centro neurálgico del poder y el dinero de Vailstone. Luego, localizó el café. Estaba en una plaza peatonal, cerca de la costa.
¿Y cómo se suponía que iba a llegar allí? No tenía coche. No tenía dinero. ¿Se esperaba que tomara el autobús? ¿En Dreadhaven el autobús era una aventura con riesgo de apuñalamiento? ¿Cómo sería en este lado de la ciudad?
El brazalete volvió a vibrar. Otro mensaje.
Usa la terminal E3. Nivel -1. Código: AMANECER.
Terminal E3. Nivel -1. Akari recordó haber visto señales para diferentes "terminales" durante su primer recorrido. Eran áreas discretas, lejos de las zonas comunes. Esto era un procedimiento. Una salida controlada.
Terminó su café. Dejó la bandeja limpia en la compuerta. Nadie la miró cuando se levantó y se dirigió hacia las escaleras que llevaban a los niveles inferiores. Siguió las discretas señales hacia la Terminal E3. Era un pasillo corto que terminaba en una puerta de ascensor de acero pulido. Al acercarse, el panel de control se iluminó. Pidió un código. Akari ingresó "AMANECER". Un suave clic. La puerta del ascensor se abrió.
Dentro, el ascensor era amplio y minimalista. No tenía botones para pisos. Solo un lector de tarjetas y un panel biométrico. Akari intuyó que su brazalete ya le había dado permiso para ese destino específico. Las puertas se cerraron. El ascensor descendió en silencio, rápido y sin vibraciones.
Se detuvo con una suavidad apenas perceptible. Las puertas se abrieron. Akari salió a un pequeño garaje subterráneo. Había un solo coche, negro, discreto, sin matrícula, idéntico a los que usaba el Syndicate. La puerta del conductor se abrió. Un hombre con un uniforme de chofer, pero con la misma mirada profesional y fría de los operativos, estaba al volante.
—Señorita Koshkina —dijo, su voz robótica—. Su destino está programado.
Akari asintió y subió al asiento trasero. El coche arrancó con una suavidad asombrosa, saliendo del garaje subterráneo de La Casa Roja. Akari miró por la ventanilla. Estaba fuera. En Vailstone.
El trayecto fue una revelación. Dejaron atrás el distrito histórico y tranquilo donde se escondía la Casa Roja y se adentraron en un sector completamente diferente de Vailstone. Akari observó cómo el paisaje urbano cambiaba, capa a capa, revelando la verdadera naturaleza de la ciudad. Del verde y la piedra del distrito de la Casa Roja, pasaron a zonas con edificios más viejos, calles menos cuidadas, el cinturón oxidado de la ciudad, antes de adentrarse en el Distrito de las Tormentas.
Era como pasar de una época a otra. Los edificios bajos y antiguos dieron paso a rascacielos de cristal y acero que se elevaban hacia el cielo, reflejando la luz del sol matutino. Las calles se volvieron más anchas, limpias, bordeadas de árboles jóvenes y tiendas elegantes. El tráfico se densificó, pero fluía con una organización que contrastaba con el caos de Dreadhaven. Gente con trajes impecables y ropa de diseño caminaba por las aceras, sus pasos rápidos y decididos, inmersos en sus propios mundos, muchos pegados a sus teléfonos. Cafeterías modernas con mesas al aire libre, galerías de arte minimalistas, boutiques de lujo. Era un mundo aparte de Dreadhaven, una imagen de la "utopía" que Vailstone prometió ser, la cara que se mostraba al mundo. Era, Akari supuso, el equivalente a Brickell en Miami o Shibuya en Tokio, un centro neurálgico de actividad, de dinero, de movimiento constante. Y de apariencia impecable.
Guau. Okay. Así que esta es la otra cara de la moneda. La cara que brilla. Literalmente. Y la gente aquí probablemente no sabe que a pocas millas de distancia hay un barrio donde la gente come de la basura y las bandas se matan por un trozo de territorio. O quizás lo saben y simplemente no les importa. Nada es como te lo venden, ¿verdad? Especialmente esta ciudad. Especialmente la 'realidad' que Antonella dice que es una ilusión.
El conductor estacionó el coche cerca de una plaza peatonal con una fuente moderna, indicando que habían llegado. Akari salió del coche, sintiendo el aire aquí. Era limpio, olía a café recién hecho, a perfume caro, a algo que no olía a desesperación ni a pólvora. El brazalete en su muñeca era el único ancla a su otra realidad.
Caminó por la plaza, el sonido de sus pasos perdiéndose en el murmullo de las conversaciones y la música suave que salía de las cafeterías. Buscó "El Amanecer Brillante". Lo encontró. Una fachada de cristal, con mesas redondas y sillas de metal en el exterior, bajo toldos color crema. Dentro, la atmósfera era luminosa y bulliciosa.
Miró las mesas exteriores. Y la vio.
Sentada en una mesa contra la pared, con una taza de café en las manos, estaba Margaret Kensington. Vestía ropa de civil. Y no era ropa oscura ni táctica. Llevaba una falda skater de un color pastel suave, quizás un rosa pálido o un azul cielo, que contrastaba sorprendentemente con la disciplina de su físico atlético. Una blusa ligera, de color blanco impecable, metida dentro de la falda, y un cárdigan fino de un tono a juego descansaba sobre el respaldo de su silla. Su cabello rubio, que Akari había comparado mentalmente con las margaritas amarillas, estaba suelto, cayendo en ondas suaves alrededor de su rostro. Fuera de su mono de entrenamiento o su ropa táctica, su figura seguía siendo fuerte, atlética, pero Akari notó que no era exagerada ni voluminosa. Era fuerza cincelada, controlada, que se movía con una gracia inesperada en esa vestimenta ligera. Pero lo que más llamó la atención de Akari fue su rostro.
Normalmente tenso, concentrado, con una expresión de dureza implacable, ahora estaba relajado. Sus rasgos, que Akari había percibido como "finos" incluso en el Módulo de Entrenamiento, eran más evidentes ahora. Su piel, impecable, contrastaba con las historias que Akari había oído sobre su papel en las confrontaciones físicas. Sus ojos azules, que Akari recordaba helados como el hielo en la batalla, tenían un brillo amable mientras observaban a la gente pasar. Y su cabello rubio suelto parecía capturar la luz del sol, dándole un aura suave que contrastaba enormemente con la imagen de "máquina de combate" del Syndicate. Akari se quedó quieta por un instante, fascinada por la dualidad, por la imagen completamente inesperada de la "Fuerza Bruta" vestida como una "chica fresa" en un café soleado. Esta era otra capa del misterio del Syndicate.
Margaret la vio. Una pequeña sonrisa, genuina, cruzó sus labios. No era una sonrisa de batalla, ni una mueca de evaluación. Era una sonrisa de... bienvenida. Margaret alzó una mano, no en señal de ataque, sino para indicarle a Akari que se acercara.
Akari caminó hacia la mesa, sintiéndose ligeramente torpe, la irrealidad de la situación pesando sobre ella.
—Koshkina —dijo Margaret, su voz grave, directa, pero con una calidez que Akari nunca había escuchado antes. Era un saludo, un reconocimiento, no una orden. Y el contraste con su voz de mando en el entrenamiento era chocante.
—Kensington —respondió Akari, una sonrisa genuina apareciendo en sus propios labios esta vez. Era demasiado absurdo para no reírse, aunque fuera por dentro. Okay, Akari. No te desmayes. La jefa Músculos, vestida de margarita gigante, es... adorable. ¿Quién lo diría? Probablemente nadie que la haya visto romper cráneos.
Se sentó frente a Margaret. El camarero se acercó. Margaret ordenó otro café para Akari, esta vez en un inglés impecable, pero con una fluidez y un acento que Akari notó. Luego, el camarero, que parecía de origen latinoamericano, se dirigió a Margaret en español. Akari se preparó para ver la reacción dura de Margaret ante una posible falta de respeto por el idioma o la formalidad. Pero Margaret le respondió en un español fluido, con un acento neutro pero perfecto, pidiendo los cafés con una naturalidad asombrosa. El camarero sonrió y se fue. Akari parpadeó, sorprendida.
—¿Hablas español? —preguntó Akari, la sorpresa genuina en su voz.
Margaret asintió, una pequeña sonrisa en los labios, sus ojos azules brillando bajo el sol. Su cabello rubio suelto se movió ligeramente con el gesto. —Y algo de italiano. La mayoría de nuestro trabajo implica interactuar con redes y facciones que no operan solo en inglés. La comunicación es clave. Y no sabes cuándo una conversación casual en un idioma inesperado puede revelarte algo. Es parte del juego. La Red no es solo digital, Akari. Es humana. Habla muchos idiomas. Y tiene muchos acentos. Y a veces, la información más valiosa no está cifrada, está... susurrada.
Okay. La jefa de los Músculos, que parece una margarita rubia con ojos de manantial y viste como una chica de calendario de playa, habla cuatro idiomas, puede romperte el cuello con un dedo, te da lecciones de inteligencia en un café pijo y cree que el español es una herramienta de espionaje. Esto es demasiado para mi cerebro de hacker que solo entiende binario, sarcasmo y el olor a pólvora. Akari sentía que su percepción del Syndicate se volvía más compleja, y francamente, más desconcertante, a cada minuto. La realidad era mucho más extraña y multifacética que cualquier simulación digital.
El camarero trajo los cafés. El aroma era delicioso. Se quedaron en silencio por un momento, el ruido ambiente del café, el murmullo de las conversaciones, el tintineo de las tazas, llenando el vacío. Akari seguía observando a Margaret. La forma en que se sentaba, relajada, con una pierna cruzada elegantemente bajo la falda, pero con una conciencia periférica que Akari sentía, una tensión controlada bajo la calma. La forma en que sus ojos seguían a la gente, no con amenaza, sino con una observación tranquila, como quien estudia un ecosistema diferente. Fuera de la Casa Roja, fuera del Módulo de Entrenamiento, Margaret parecía... normal. Amable. Sus rasgos finos eran más evidentes bajo la luz del sol. Su cabello rubio suelto brillaba. Le gustaba la forma en que sus ojos azules captaban la luz, tenían una profundidad que no había notado antes.
—¿Te gustan los animales? —preguntó Margaret de repente, su tono conversacional, notando la mirada de Akari, pero dirigiendo la conversación a algo inesperado, algo que no era sobre entrenamiento ni misiones. Señaló a un pequeño perro caniche que paseaba con su dueña al otro lado de la plaza, moviendo la cola alegremente, ajeno a la conversación entre dos operativos de alto nivel de una organización criminal secreta.
Akari se sorprendió por la pregunta, por el cambio de tema tan abrupto. —¿Sí? Me gustan. En Dreadhaven... no hay muchos perros domésticos. Solo salvajes. O de pelea.
Margaret asintió, una sombra de tristeza, apenas discernible, cruzando sus ojos por un instante antes de desaparecer, volviendo a la expresión de calma. —Son... honestos. Simples. No tienen agendas ocultas. No mienten con sus narices en el aire. No te traicionan por un puñado de datos o de dólares. Los de la calle... es duro. Para ellos. Y para los animales.
La conversación fluyó, sorprendentemente normal, tocando temas triviales, hablando del café, de la plaza, del clima en Florianna, que parecía eternamente soleado en esta parte de la ciudad. Margaret le contó anécdotas cortas, algunas con un humor seco que hizo reír a Akari, anécdotas sobre viajes o situaciones inesperadas, siempre con un trasfondo de observación humana o de la absurdidad de ciertas situaciones. Habló de entrenamiento, no de la brutalidad explícita, sino de la disciplina, del control del cuerpo, de la conexión entre la mente y los músculos, de cómo el cuerpo es una herramienta que debe ser calibrada y mantenida. Y en un momento, tocando su propio rostro con un dedo, con una ligereza inesperada, dijo con un ligero tono humorístico, casi despreocupado:
—Siempre procuro cuidar mi cara en el trabajo. Es lo primero que ven. Y.… bueno. Las cicatrices son un registro de errores. Y yo prefiero que mis errores no queden registrados en un lugar tan visible. Ser efectiva es no dejar rastro. Ni en el entorno, ni en tu propio cuerpo si puedes evitarlo. Ni en los registros oficiales, claro. Todo limpio.
Akari sintió una punzada. Una preocupación real. El rostro de Margaret era, efectivamente, impecable. Ni una marca, ni un corte, ni una sola cicatriz visible, a pesar de su papel como la "Fuerza Bruta", la que estaba en el centro de las confrontaciones físicas más violentas del Syndicate. ¿Cuánto esfuerzo, cuánto peligro, cuánta habilidad, cuánta brutalidad había implicado mantenerlo así? ¿Y qué significaba esa "preocupación" por las cicatrices en su línea de trabajo? Sonaba como una regla no escrita más, una exigencia personal que se sumaba a las del Syndicate. Tu rostro es tu currículum en este negocio, supongo. Y el de Margaret grita "Profesional que no comete errores visibles. Y probablemente tenga un buen dermatólogo del Syndicate". Joder. Y yo que me preocupo por que mi código no tenga errores de sintaxis o porque mi cara no tenga granos en el peor momento posible.
Margaret le explicó algunas de las reglas no escritas de la Casa Roja y del Syndicate en general. No como órdenes frías, sino como consejos pragmáticos, guiados por la eficiencia, la supervivencia y la lógica implacable de su misión. Respetar los horarios de los demás. No husmear en áreas no autorizadas (el brazalete lo impediría física y digitalmente, un recordatorio tangible y constante). La importancia de la puntualidad en los entrenamientos (especialmente en los suyos, Akari intuyó con una punzada de aprensión). La necesidad de informar cualquier anomalía, por pequeña que fuera, a la cadena de mando adecuada, sin dudar. La discreción absoluta sobre las operaciones externas (no discutir nada fuera de los muros, ni siquiera en un café soleado, a menos que fuera parte de la propia operación). La lealtad, no solo a Antonella y a la causa, sino a la unidad, al propósito común, a los compañeros que luchan a tu lado en las sombras.
—Aquí, tu vida depende de la vida de los demás —dijo Margaret, su tono volviendo a ser más serio, la pragmática operativa resurgiendo bajo la superficie amigable, sus ojos azules perdiendo un poco de brillo despreocupado—. Y la vida de los demás depende de la tuya. Somos una cadena. Una rota, y todos caemos. La confianza se gana con acciones, Akari. Con ser fiable. Con hacer tu trabajo sin fallar. No con palabras bonitas o promesas vacías. Se espera que contribuyas. Con tus habilidades. Con tu disciplina. Con tu lealtad. No somos una familia feliz de esas que salen en la tele, comiendo galletas y cantando canciones. Somos una máquina. Muy compleja. Muy eficiente. Pero las piezas... las piezas confían entre sí, dependen unas de otras, para que la máquina funcione y no nos aplaste a todos. Tu afinidad, tu inteligencia, tu capacidad de supervivencia... son piezas importantes. Pero tienen que encajar.
Akari escuchaba, procesando cada palabra, cada matiz. No era una imposición fría, como con Antonella, que establecía las reglas desde la cima. Era una explicación pragmática y directa de cómo funcionaba la supervivencia en ese entorno de alto riesgo, vista desde la perspectiva de alguien que estaba en la primera línea. Margaret le estaba mostrando las reglas no escritas del juego interno del Syndicate. Y el voto de confianza, el gesto amistoso del café y el "encuentro", era la forma de Margaret de decirle a Akari que estaba dispuesta a darle una oportunidad. Que la estaba evaluando, sí, pero de una forma que iba más allá de la capacidad física, que buscaba entender a la persona detrás de la hacker, su resiliencia, su potencial de lealtad.
Pasaron un par de horas en el café. Akari, por primera vez en mucho tiempo, se sintió casi normal. Sentada en una plaza soleada, bebiendo buen café, hablando con una mujer que parecía interesarse en perros y en proteger su rostro de cicatrices, una mujer que vestía como una chica cualquiera en un día soleado. Margaret, la "Fuerza Bruta" del Syndicate, se sentaba allí, una imagen que Akari no podría reconciliar fácilmente con la de la combatiente letal que la había salvado en Dreadhaven y la había evaluado en el Módulo de Entrenamiento. Era un giro inesperado. Un vistazo a la persona detrás del operativo. Una grieta en la armadura del Syndicate que Akari no había esperado encontrar.
Finalmente, Margaret miró su brazalete, una vibración silenciosa que solo ella pareció sentir. La hora. —Tenemos que volver. El entrenamiento no espera eternamente. Ni las sombras.
La transición de vuelta al coche discreto fue tan fluida como su llegada a la plaza. El trayecto de regreso a la Casa Roja fue más silencioso, ambas perdidas en sus pensamientos. Akari, reflexionando sobre la complejidad de Margaret y las reglas no escritas. Margaret, observando la carretera con esa misma conciencia periférica, su rostro volviendo gradualmente a su expresión más habitual de seriedad, pero con algo sutilmente diferente en sus ojos.
De vuelta en la Casa Roja, el contraste con el Distrito de las Tormentas fue aún más marcado. El aire limpio del exterior, el bullicio de la gente "normal", todo se sintió lejano, como un sueño vívido que se desvanecía al despertar. Margaret acompañó a Akari de vuelta al Módulo de Entrenamiento Físico, el olor a sudor y metal volviendo a sus fosas nasales, trayéndola de vuelta a la realidad de su entrenamiento.
—Mañana a la misma hora —dijo Margaret, su tono volviendo a ser el de la jefa Kensington, pero ahora con una nueva capa de significado que Akari podía percibir. No era solo una orden; era una continuación de lo que habían hablado, una prueba continua—. El entrenamiento físico es diario. Y el mental también. No falles. Se espera que contribuyas.
Akari asintió. El voto de confianza, a su manera brutalmente pragmática, había sido dado. Y ahora, venía la parte difícil: cumplir con las expectativas. Miró a Margaret por un instante antes de que se diera la vuelta, intentando encontrar rastro de la mujer que había tomado café con ella, que hablaba español e italiano y que quería a los animales. Lo encontró en la amabilidad sutil que aún persistía en el fondo de sus ojos azules, una grieta en la dureza, pero la determinación profesional, la disciplina de acero, estaba de vuelta en primer plano.
Akari se dirigió al vestuario para cambiarse, el brazalete rojo en su muñeca, sintiendo el peso de las reglas no escritas y la extraña dualidad de la mujer que se las había mostrado. La Casa Roja era una prisión, sí. Pero a veces, incluso en una prisión, encontrabas alianzas inesperadas y destellos de humanidad en los lugares más insospechados. Y la regla más importante de todas, la que Margaret le había demostrado sin decirlo directamente: nada ni nadie en el Syndicate es unidimensional. Para sobrevivir aquí, Akari tendría que aprender no solo a luchar y a esconderse, a hackear y a sentir la red, sino también a leer entre líneas, entre sombras y entre puños, y a descifrar las complejas personalidades de la gente que ahora controlaba su vida. Incluida la "chica fresa" que podía partirte en dos.