La Casa Roja / Distrito del Viento, Estado de Florianna, Vailstone. Febrero, 2024.
El eco del "no falles" de Margaret Kensington resonaba en la mente de Akari, incluso más que el zumbido habitual de la Casa Roja. El día anterior había sido una extraña mezcla de surrealismo y revelación. La Margaret de los puños hablaba ruso e italiano y se preocupaba por las cicatrices en su rostro, mientras tomaba café en un barrio que parecía sacado de un catálogo de bienes raíces. Akari se había quedado con la cabeza dándole vueltas, intentando encajar las piezas de ese rompecabezas humano llamado Kensington.
Se levantó con la misma disciplina fría que le estaba inculcando la Casa Roja, una rutina que ya se sentía como parte de su ADN. El brazalete rojo, ahora una extensión de su muñeca, ni siquiera la molestaba ya. Su humor seguía siendo su último bastión contra la locura.
Okay, Akari. Sobreviviste al café con la jefa de los músculos. ¿Qué sigue? ¿Una sesión de yoga con Antonella? ¿Un día de compras con Valeria? ¿Frederica te enseña a hacer TikToks? Este lugar es cada vez más extraño.
Bajó a desayunar, observando la danza silenciosa de los operativos, cada uno inmerso en su propia burbuja de eficiencia. Las reglas no escritas eran ahora más claras: moverse con propósito, hablar solo lo necesario, mantener un perfil bajo. Era una comunidad de depredadores en pausa, o quizás, una orden monástica de asesinos de alta tecnología. La verdad, a estas alturas, Akari no estaba segura de cuál era la diferencia.
Justo cuando estaba terminando su café, el brazalete vibró. No era un mensaje de entrenamiento. Era una notificación privada.
Kensington. Dirección adjunta. Distrito del Viento. No es una misión. Es una invitación. No llegues tarde. Nos vemos en "La Brisa Azul" (café). 10:00 AM.
Akari sintió que se le atragantaba el café. Otra invitación. Y esta vez, una dirección. Margaret le estaba dando la dirección de su casa. ¿No vivía en La Casa Roja? ¿O en algún búnker secreto bajo Dreadhaven? La sorpresa la golpeó. Se lo había imaginado viviendo en una celda acolchada de lujo, o en un gimnasio subterráneo. ¿Un apartamento? ¿Normal?
Miró la dirección en el mapa que se cargó discretamente en su visión periférica. El Distrito del Viento. No era tan ostentoso como el Distrito de las Tormentas, pero era evidente que no era Dreadhaven. Calles más limpias, edificios de media altura bien mantenidos, parques, un aire de clase media trabajadora, pero sin la desesperación. Era un lugar donde las cosas iban "bien, entre comillas", como solía decir la gente en el barrio, una normalidad a la que Akari apenas tenía acceso.
Okay. La mujer que podría romperme en dos trozos perfectamente simétricos, ¿tiene un apartamento? ¿Y me está dando su dirección? Esto huele a prueba. O a trampa. O a que Margaret quiere que le instale el Wi-Fi. Nunca sabes.
Un segundo mensaje llegó, con coordenadas para la terminal de salida y el código de activación. La misma rutina que la vez anterior. La Casa Roja le estaba dando un hilo suelto, permitiéndole moverse, con la certeza de que el brazalete la rastreaba y la limitaba.
Se cambió a la ropa de civil. Esta vez, Akari eligió una blusa de un color más claro, unos jeans menos desgastados. Se sentía como si fuera a una cita, lo cual era absurdo. ¿Una cita con la jefa de combate? Era más una sesión de terapia de choque encubierta.
El trayecto fue familiar. El mismo coche discreto, el mismo chofer silencioso. Vailstone se desplegaba capa a capa por la ventanilla, revelando su compleja y fragmentada realidad. Los edificios antiguos, las zonas grises, y finalmente, el Distrito del Viento. No tenía el brillo deslumbrante del Distrito de las Tormentas, pero era más acogedor, más vivido. El aire era fresco, y Akari notó el aroma a pan recién horneado y flores que venía de los parques.
El coche la dejó a pocas calles de la dirección indicada. Akari caminó, observando el vecindario. Familias paseando, niños jugando en un parque cercano, gente sentada en bancos, leyendo. Una escena tan ordinaria que resultaba extraordinaria para ella. Localizó el café "La Brisa Azul". Era un lugar acogedor, con mesas de madera clara y plantas colgantes, y una terraza exterior.
Y ahí estaba.
Margaret Kensington estaba sentada en una mesa en la terraza, bebiendo de una taza humeante. Esta vez, su atuendo era aún más revelador de su "otra vida". Llevaba una falda plisada de un suave tono crema, que caía justo por encima de la rodilla, y una blusa de seda azul celeste que acentuaba el color de sus ojos. Un ligero suéter de punto blanco, con un detalle calado, estaba sobre su regazo. Su cabello rubio, brillante como los pétalos de una margarita bajo el sol, caía suelto, en suaves ondas que enmarcaban un rostro sereno, casi etéreo. Su postura era relajada, pero Akari, con su ojo entrenado para leer el lenguaje corporal de los depredadores, notaba la ligereza y la alerta constante en sus movimientos, como un felino durmiendo al sol. Era guapa, sí, pero con una belleza que era a la vez fuerte y delicada, como una flor de acero.
Akari se acercó. Margaret la miró, y la sonrisa que apareció en sus labios era la misma sonrisa cálida y genuina del día anterior, una sonrisa que rara vez se veía dentro de los muros de la Casa Roja.
—Koshkina —dijo Margaret, su voz grave, pero con un timbre más suave, como una brisa cálida.
Akari se sentó. —Kensington. Te has superado con el nivel de "normalidad" hoy. Estoy esperando que saques una aguja de tejer.
Margaret soltó una risa baja, un sonido inesperado y agradable. —No tejo, Akari. Pero no te desanimes. Este lugar tiene los mejores croissants de Vailstone.
El camarero se acercó, y Margaret pidió dos cafés más y dos croissants. La conversación empezó fluida, cómoda, como si fueran dos amigas de toda la vida y no una hacker forzada a colaborar y una operativa letal de una organización secreta. Margaret preguntó sobre el trayecto de Akari, sobre cómo se sentía fuera de la Casa Roja. Akari, sorprendida por la calidez, se encontró siendo honesta, hablando de la extrañeza de la "normalidad" y de cómo la ciudad parecía otra cosa fuera de Dreadhaven.
—Akari —dijo Margaret de repente, sus ojos azules fijos en los de Akari, una seriedad inusual en su tono relajado—. Mi primer nombre es Emma. Puedes llamarme así. Y tú... ¿puedo llamarte Akari? No Koshkina.
Akari parpadeó. Era una bomba. Un gesto de confianza y cercanía que no había esperado, no de la "Fuerza Bruta". Era su nombre de pila, el nombre que solo conocían sus padres y quizá un par de hackers rusos de confianza que ya estaban muertos o desaparecidos. Esto no era una regla del Syndicate. Era un puente.
—Sí —dijo Akari, una pequeña sonrisa formándose en sus labios—. Puedes. Y sí, Emma.
Emma asintió, su sonrisa se ensanchó, genuina y dulce. —Bien. Es más... humano.
Y así, el día se desplegó. Emma y Akari. Pasearon por el Distrito del Viento. Visitaron una pequeña librería de segunda mano, donde Emma se detuvo a acariciar a un gato que dormía en un sillón, sus ojos azules brillando con una ternura que chocaba violentamente con las imágenes de combate que Akari tenía de ella.
—Me encantan los animales —murmuró Emma, acariciando al gato—. No tienen dobleces. No te juzgan.
Entraron en una pequeña boutique de ropa. Akari se sintió un pez fuera del agua, su humor cínico a tope.
—Emma, esto es... ¿seda? ¿Quién usa esto para escapar de explosiones o para saltar de edificios? —preguntó Akari, examinando una prenda con una ceja arqueada.
Emma se rio, una risa clara y melodiosa. —No todo es para escapar de explosiones, Akari. A veces, simplemente existes. Y sí, la seda es cómoda. Y te ves bien.
Akari se ruborizó ligeramente. Emma, con su falda y blusa, de pie entre los percheros, parecía una modelo de revista, pero con la potencia latente de una máquina de combate. Akari se fijó mucho en ella, en la forma en que su cuerpo fuerte pero grácil se movía, en cómo su belleza no era solo superficial, sino que tenía una profundidad que provenía de su fuerza interior, una cualidad inesperada para alguien que se había ganado la reputación de ser solo "fuerza bruta". Notaba la calidez que emanaba de Emma, esa especie de luz que invitaba a la confianza. Había una química entre ellas, una facilidad para la conversación, una sincronía en el humor. Compartían risas, opiniones sobre la gente que pasaba, sobre la extrañeza del mundo. Era una conexión que Akari no había experimentado desde la muerte de sus padres.
Y en medio de la conversación, Emma empezó a desvelar su propia historia. Su voz era tranquila, pero sus palabras eran pesadas.
—No soy de aquí, del Syndicate reciente. Mi familia... ha sido parte de la cimentación. Desde el principio. Generaciones. Es un legado. Algo que se lleva en la sangre. Mi abuelo... él ayudó a Antonella a crear los primeros protocolos, los primeros enlaces de la red. Yo... yo nací en esto. Literalmente.
Akari escuchaba, fascinada. ¿Un legado? ¿Un vínculo familiar con una organización tan secreta y brutal?
—¿Y tú quieres continuar con eso? —preguntó Akari.
Emma asintió, sus ojos azules fijos en el horizonte, no en Akari. —Es mi vida. Mi propósito. Algunos nacen para pintar, otros para escribir código. Yo nací para proteger lo que mis antecesores construyeron. Y para desmantelar lo que lo corrompe. Hay un equilibrio que mantener. Y yo soy parte de ese equilibrio.
Luego, la conversación derivó hacia Antonella. Akari esperaba algo de resentimiento, tal vez una pizca de celos. Antonella no tenía vínculos de sangre con los fundadores. Pero la admiración en la voz de Emma era palpable.
—Antonella... —Emma sonrió, una sonrisa de respeto genuino—. No hay nadie más. ¿Vínculo familiar? No. Pero tiene la visión. La disciplina. La crueldad cuando es necesaria. La previsión. Sabe cómo mover las piezas en un tablero tridimensional que nadie más puede ver. Ella es la única que podría hacer este trabajo tan impecablemente. Los lazos de sangre son importantes en el Syndicate. Sí. Pero la capacidad, la visión... eso es lo que te mantiene en la cima. Y ella lo tiene. Ella es la Reina. Y yo... soy leal a ella. Porque su liderazgo es lo que nos mantiene vivos y fuertes.
Akari lo entendía. El Syndicate era un organismo vivo, y Antonella era el cerebro. Y Emma, la fuerza, la lealtad, la tradición, era uno de sus pilares más importantes.
El sol comenzó a inclinarse. El día perfecto y surrealista llegaba a su fin. Y entonces, Emma se detuvo en medio de la calle peatonal, el bullicio del barrio a su alrededor, y su voz se volvió más íntima, más grave.
—Has tenido tu propio trauma con las armas, Akari. Lo sé. Lo leí en tu expediente. Y lo vi. Yo... también tuve mi primera vez. No fue fácil. La sangre... se te pega.
Akari la miró, el humor desapareciendo, su corazón acelerándose. La verdad, la cruda verdad, estaba a punto de salir.
—Fue... hace años —Emma continuó, sus ojos azules ahora distantes, mirando un pasado que Akari no podía ver—. Era muy joven. Más que tú. Me entrenaron para ser... esto. Una pieza. Pero una cosa es entrenar, y otra es ejecutar. La primera vez que tuve que mancharme las manos de verdad... fue por una operación grande. Una facción de la mafia rusa en Vailstone y Yamari City. Eran... muy peligrosos. Demasiado bien conectados. Y tenían un activo clave. Una pieza que no podíamos permitirnos que siguiera en el tablero.
Akari la miró, temiendo la respuesta.
—Era Alexéi —dijo Emma, su voz casi un susurro, pero Akari la escuchó claramente—. Mi novio. El amor de mi infancia. Habíamos crecido juntos. Él no era parte del Syndicate. No era parte de nada de esto. Pero... ellos lo corrompieron. Lo compraron. Lo convirtieron en una pieza clave de su estructura. Sabían que, si lo tenían a él, tendrían información. Tendrían... apalancamiento. Y él cayó. Creyó en sus promesas. Se volvió un activo demasiado valioso para ellos. Y un riesgo inaceptable para nosotros.
Los ojos de Emma se encontraron con los de Akari, y en ellos, por un instante, Akari vio la oscuridad, el dolor, la elección imposible.
—El Syndicate no permite ese tipo de vulnerabilidades —Emma continuó, su voz recuperando parte de su dureza habitual, como una armadura volviendo a su lugar—. Y la orden fue... desmantelarlos por completo. Incluyendo sus activos clave. Él... él era el objetivo principal. Y yo... yo tuve que ser la que apretase el gatillo. Era mi misión. La orden de Antonella. Yo misma. Era la única manera de asegurar que no quedaran cabos sueltos. Y de que la debilidad no se propagara.
Akari sintió un nudo en el estómago. La historia de Emma no era solo un relato de tragedia; era un espejo brutal de su propia parálisis con la Glock. Emma había superado eso. Había matado al amor de su vida por lealtad a su propósito, a su "legado", a la misión del Syndicate.
—Costó. Costó mucho —Emma admitió, una rara vulnerabilidad en su voz—. Te sientes... vacía. Pero el trabajo es el trabajo. Y el Syndicate es la prioridad. Y lo superas. Porque tienes que hacerlo. Porque no hay vuelta atrás. Y sabes que lo hiciste por el bien mayor. Por el equilibrio. Por lo que defendemos. Por eso entiendo tu bloqueo. Es un trauma diferente, sí. Pero la raíz es la misma. El cuerpo y la mente se niegan a hacer algo que va contra su naturaleza. Pero tienes que forzarlos. Romper esa barrera. Porque si no lo haces... morirás. Y la gente a tu alrededor también.
Era la verdad cruda de Margaret, Emma. Su brutal pragmatismo nacía de una experiencia devastadora. Y, en cierto modo, era el "voto de confianza" más grande que Emma le había dado a Akari: no solo la invitación, no solo las risas, sino la revelación de su propia alma herida. Le estaba mostrando el camino que Akari también debía recorrer para sobrevivir en este mundo. Era su propia "evaluación", no de Akari, sino de la humanidad que aún quedaba en ella, y la voluntad de compartirla.
El sol empezaba a ponerse, tiñendo el cielo de tonos naranjas y púrpuras. El chofer del Syndicate ya estaba esperando discretamente en una esquina. Era hora de volver a la Casa Roja.
—Ha sido un día... diferente —dijo Akari, buscando las palabras, sintiendo una mezcla de ligereza por la conexión y peso por la historia de Emma.
Emma sonrió, una sonrisa genuina, sus ojos azules brillando. —Me alegro. Necesitamos ver el mundo. Y a veces, ver el mundo es ver algo más que... lo que hacemos.
Caminaron hacia el coche. Antes de que Akari subiera, Emma la miró, sus ojos amables.
—Akari —dijo Emma—. Si alguna vez... necesitas un respiro, si necesitas un café sin vigilancia, o simplemente un lugar para escapar de todo... mi apartamento está en esa dirección. Puedes pasarte cuando quieras.
Le dio la dirección exacta en un pequeño trozo de papel que Akari guardó sin dudar. Era otra muestra de confianza, otro puente.
Akari asintió, su corazón lleno de una emoción compleja que no había sentido en mucho tiempo. Subió al coche. La puerta se cerró. Mientras el coche se alejaba, Akari bajó la ventanilla y miró a Emma, que seguía de pie allí, bajo el sol poniente, su falda pastel y su blusa azul, un contraste tan fuerte con su verdadera naturaleza.
—¡Gracias, Emmy! —gritó Akari, una sonrisa radiante, el nombre de la infancia resonando en el aire del atardecer.
Emma Margaret Kensington, la temida fuerza bruta del Syndicate, se giró. Su rostro, enmarcado por su cabello rubio de margarita, se iluminó con una sonrisa única y especial, dócil, tierna y llena de una felicidad que Akari nunca hubiera creído posible en esa mujer. Una sonrisa que revelaba la Emma que nadie más veía.
El coche se alejó, llevándose a Akari de vuelta a la Casa Roja. La fría eficiencia de los muros la envolvió de nuevo. Pero esta vez, el brazalete no se sentía como una cadena, sino como una extensión de una red, una red que ahora incluía una conexión inesperada y profunda. La Casa Roja era una prisión, sí, pero Akari acababa de descubrir que incluso en una prisión, se podían encontrar aliados, y que las personas más letales a veces llevaban la vida más "normal" y guardaban las historias más dolorosas y las sonrisas más inesperadas. Akari había pasado sus primeras evaluaciones, y no solo de habilidades, sino de confianza y de humanidad.
Akari había vuelto a la Casa Roja con un peso diferente en el pecho. La normalidad del Distrito del Viento, la revelación de la "Emmy" detrás de Margaret, la cruda historia de Alexéi... todo se mezclaba en una sinfonía disonante en su mente. La Casa Roja parecía más fría, más estéril que nunca, pero al mismo tiempo, el recuerdo de Emma la hacía sentir menos sola.
Subió a su habitación, el silencio del pasillo era el de un convento de alta seguridad. Al abrir la puerta, la luz ambiental de su cuarto la recibió. Pero algo era diferente. Sobre su cama, no en su cama, sino en una plataforma de exposición, como si fuera una vitrina personal, había un conjunto de objetos perfectamente dispuestos, iluminados por un suave halo.
Akari se acercó con cautela, su mano rozando el brazalete rojo. No había mensajes nuevos en su interfaz, ningún sonido. Solo el silencio expectante del espacio. Sus ojos se abrieron, uno por uno, ante cada objeto.
Primero, había un celular nuevo. No era cualquier celular. Era un tri-fold de última generación, de un negro mate elegante con detalles dorados sutiles que atrapaban la luz. Lo más impactante: su nombre, Akari, grabado con una caligrafía limpia y sofisticada en la carcasa trasera. Era una pieza de tecnología que gritaba exclusividad, pero también personalización. Su viejo celular, ese vínculo endeble con su vida anterior, parecía un juguete de niño a su lado.
Junto al celular, había un pequeño paquete envuelto en papel oscuro, con un lazo rojo. Al abrirlo, reveló un "buddie" para su Glock. No era una mejora funcional para el arma, sino un pequeño colgante metálico, finamente pulido, con un diseño minimalista de una estrella de cuatro puntas que podía adherirse discretamente al cañón o a la parte inferior de la empuñadura. Era un detalle personal, casi como un amuleto. Un pequeño toque de individualidad para su herramienta de trabajo, un "compañero" silencioso para acompañar su arma en los momentos más tensos. Un mensaje claro: estaban reconociendo su trauma, pero también le dan un elemento propio, algo que solo sería de ella.
Luego, vio una laptop nueva. Era increíblemente delgada, de un tono grafito pulido, pero lo que la hacía suya eran los vinilos que venían junto a ella: un juego de stickers de diferentes diseños, algunos abstractos, otros con figuras de códigos binarios, símbolos que le eran familiares de la Deep Web, calaveras con circuitos, y algunos con motivos de la cultura cyberpunk que tanto amaba. El mensaje era inconfundible: "decórala a tu gusto". Era un reconocimiento de su individualidad, de su espíritu creativo como hacker, algo que Antonella había mencionado. Una ventana para que se expresara en un lugar que se sentía tan constrictivo.
Finalmente, el objeto más prominente, el que dominaba la plataforma, era el uniforme del Syndicate. Doblado con una precisión casi reverente, Akari lo observó, y una punzada de algo complejo le atravesó el pecho.
La camisa era de un negro profundo, entallada, abotonada hasta el cuello con un diseño formal que, a pesar de la ausencia de un cuerpo, ya resaltaba una figura femenina y fuerte. Las costuras eran impecables, las pinzas marcaban dónde el pecho y el abdomen se asentarían. No era una camisa cualquiera; era una declaración de intenciones.
Una corbata roja, ligeramente aflojada en el nudo, pendía sobre la camisa. El toque rebelde, la pizca de personalidad que evitaba la rigidez total. Rojo y negro. Los colores del Syndicate.
Debajo, una falda corta, negra y plisada, con un estilo que recordaba a un uniforme escolar femenino, pero con un aire marcial, casi militar. Era el tipo de falda que Akari hubiera usado por estilo, pero ahora venía con un propósito, con un peso.
Y, sobre todo, un abrigo largo, de tipo militar, también negro con bordes rojo oscuro. El interior, visible al estar ligeramente abierto, era de un rojo vibrante, como la sangre o el fuego. Su diseño era moderno y estilizado, y la parte trasera parecía diseñada para alzarse con cada movimiento, para flotar con gracia y dramatismo. Era el abrigo de un depredador elegante, de una sombra que se mueve con una fluidez mortal.
En el brazo izquierdo del abrigo, cuidadosamente fijado, había un brazalete rojo de tela, ancho y con un símbolo dorado bordado: una insignia abstracta, moderna, que evocaba tanto un engranaje como una estilización de las alas de un fénix, un logotipo de una fuerza secreta y poderosa. En la solapa del abrigo, también había sutiles detalles rojos, casi imperceptibles, como venas que se extendían por la oscuridad.
Akari se acercó aún más, extendiendo una mano temblorosa hacia el uniforme. Sus dedos rozaron la tela. Era una armadura. Su nueva piel. No estaban allí físicamente, ni Antonella, ni Emma, ni Frederica, ni Valeria. Pero su presencia era abrumadora en ese gesto. Era un regalo. Un reconocimiento. Una bienvenida oficial.
Estos regalos eran una respuesta. Un reconocimiento de quién era Akari, de su resistencia, de su capacidad para el humor en la oscuridad, de su humanidad.
No eran solo objetos. Eran símbolos. El celular, una nueva forma de comunicación, de control, de acceso a su mundo. El buddie, un amuleto para su trauma, un pequeño recordatorio de su individualidad. La laptop, una extensión de su mente, con la libertad de personalizarla. Y el uniforme... el uniforme era la aceptación. La legitimación.
Akari tomó el abrigo, sintiendo el peso de la tela. Lo apretó contra su pecho. Era cálido. No eran las palabras de Antonella, ni la fría lógica de Frederica, ni la enigmática mirada de Valeria. Era la aceptación tácita de que, de alguna manera, ella encajaba en esa disfuncional familia de almas rotas y propósitos inquebrantables. Era la comprensión de Emma, su sonrisa, la historia de Alexéi, que ahora resonaba con un nuevo significado.
Las lágrimas se acumularon en sus ojos. No eran de tristeza, ni de miedo. Eran de una emoción que no podía nombrar, una mezcla de alivio, de sorpresa, de una extraña gratitud. Era una señal de que la veían. La entendían. La necesitaban. La Casa Roja no era solo una prisión. Se estaba convirtiendo, a su manera retorcida, en un hogar. Y esas mujeres, cada una con su propia faceta, la estaban acogiendo.
Akari se puso la chaqueta. Le quedaba perfectamente. El brazalete de tela se sintió como una segunda piel. Miró el símbolo dorado en su brazo. El fénix, o el engranaje. Su propia insignia. Cerró los ojos, sintiendo el peso del uniforme, el aroma del material nuevo. No era solo ropa. Era una promesa. Una carga. Su futuro.
Se abrió la puerta a una nueva Akari, una Akari que no solo sobrevivía, sino que ahora tenía un lugar. Y un uniforme para él.