La casa lo anunció como siempre lo hacía: en susurros.
No palabras. No sonidos.
Sino una sensación.
Un aire más denso. Un calor subterráneo que se filtraba desde las raíces. Y una presencia que aún no había llegado, pero ya exigía espacio.
Aion fue el primero en sentirlo.
Se detuvo en medio del umbral de piedra que conectaba el ala norte con el jardín suspendido. Levantó la cabeza. Sus ojos se volvieron blancos por un segundo.
—Ya viene —dijo—. La segunda puerta está por abrirse.
—
Yuki sintió la tensión también.
Estaba en la cocina, con Noah, preparando infusiones cuando el vapor se tornó rojo por un instante. Solo un instante. Pero bastó.
Noah lo notó.
—¿Eso fue…?
—Sí —respondió Yuki sin vacilar—. Otro llamado. Otra entrada.
Noah apretó la taza entre las manos.
—¿Y si esta vez… no es alguien que viene a sanar?
Yuki lo miró con una ternura seria.
—Entonces esta casa lo cambiará. O lo destruirá.
—
Rei bajó del nivel superior con una espada en la espalda. No era una arma común. Era una reliquia de la casa, hecha de madera negra, endurecida con siglos de furia retenida. Solo se usaba cuando un huésped no venía por voluntad.
—La segunda puerta solo se abre una vez por siglo —dijo, dirigiéndose a todos—. Y no siempre lo hace para recibir.
Aion se sentó en el suelo, trazando un círculo con sal y ceniza.
—Esta vez sí.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque el que viene… nos conoce. Aunque no sepamos aún quién es.
—
El crujido vino a la medianoche.
Una vibración profunda. Como si la tierra respirara hacia dentro.
Y entonces, al este, la piedra del muro se partió en dos.
No como una explosión, sino como una flor que se abre en la oscuridad.
Y detrás de esa grieta, un túnel.
Y del túnel… pasos.
Pesados. Lentos. Decididos.
Apareció él.
Alto. Pálido. Con un abrigo largo empapado en barro. Los ojos grises, apagados. El cuerpo lleno de cicatrices antiguas.
No dijo su nombre. No pidió entrar.
Solo caminó dentro.
—
La casa lo dejó pasar.
Pero no lo abrazó.
No como hizo con Noah. Esta vez, las paredes se tensaron. Los pasillos se alargaron para probarlo. Los suelos crujieron como si esperaran su caída.
Y, sin embargo, él no tropezó.
Cada paso que daba era exacto. Como si ya hubiera estado allí antes.
Yuki lo interceptó en la galería de cristal.
—¿Quién eres?
El hombre lo miró por un largo rato antes de responder.
—Un error que nunca se fue.
Noah bajó las escaleras justo en ese momento. Al verlo, su rostro palideció.
—No…
Yuki giró hacia él.
—¿Lo conoces?
Noah tragó saliva, retrocediendo un paso.
—Es… mi hermano.
—
Silencio absoluto.
La casa contuvo el aliento.
Aion apareció al borde del pasillo. Sus ojos brillaban con un tono ámbar.
—Entonces no es la segunda puerta —dijo con una voz que parecía surgir del suelo—. Es un espejo roto que ha vuelto a buscar sus piezas.
El recién llegado se quitó el abrigo. Lo dejó caer al suelo con un sonido húmedo. Bajo él, cicatrices, tatuajes mal borrados, símbolos oscuros.
—No vine por redención —dijo, mirando a Noah—. Vine porque nunca cerraste la puerta detrás de mí.
Noah no podía moverse.
—Pensé que estabas muerto.
—Morí. Varias veces. Pero esta casa… esta maldita casa me llamó igual.
Rei ya estaba bajando, la espada aún enfundada.
—No hay lugar aquí para antiguos verdugos.
El hombre sonrió, sin humor.
—Entonces tendrás que echarme. Pero no te será fácil. Porque yo también soy parte de él.
Y señaló a Aion.
Aion asintió. Sin emoción.
—Eres parte de la sombra que me creó. Y ahora, debo decidir qué hacer contigo.
—
Esa noche no se durmió.
El nuevo huésped se instaló en la habitación más lejana. No pidió comida. No pidió compañía. Solo se sentó en la oscuridad. Esperando.
Y en sus sueños, Noah revivió gritos.
No los suyos.
Los de su hermano.
Cuando eran niños.
Cuando eran uno solo.
Y algo se quebró entre ellos.
—
Aion se deslizó en su habitación a la madrugada.
—No puedes huir de este encuentro.
—No quiero venganza —susurró Noah, sudando—. Pero tampoco quiero verlo. No otra vez.
—No se trata de lo que quieras. Se trata de quién serás después de verlo.
Yuki apareció en la puerta, silencioso.
—Tú elegiste entrar a esta casa, Noah. Pero él también. Y eso… tiene consecuencias.
—
En la mañana, cuando el sol iluminó el jardín, el hermano sin nombre habló por fin.
Se presentó frente a todos, en la sala central.
—Mi nombre es Elian.
Y al decirlo, la casa tembló.
No por miedo.
Sino porque, en ese nombre, había algo… olvidado.
Algo que incluso la casa había enterrado.
Y así se abrió el siguiente ciclo.
Uno no de sanación.
Sino de enfrentamiento.