Epílogo: Donde Crecen los Silencios

Pasaron tres meses desde que dejaron la casa.

Era primavera en el pequeño pueblo cercano al bosque. La vegetación que una vez se marchitó bajo la sombra del viejo caserón empezaba a renacer, como si la tierra misma hubiese sido liberada junto a ellos. Nadie más se atrevía a hablar de la casa, aunque algunos juraban que todavía podían verla entre los árboles, como si se ocultara deliberadamente de los ojos humanos.

Noah se mudó a una cabaña modesta al borde del lago. Lo primero que hizo fue construir una repisa para colocar el cuaderno gris, ahora vacío, como si la historia contenida en sus páginas hubiese cumplido su propósito. Por las noches, a veces soñaba con la casa. Pero ya no eran pesadillas. Eran sueños de despedidas, donde las voces que una vez lo atormentaron le decían gracias… y adiós.

Yuki se convirtió en un cuerpo en movimiento constante. Tomó clases de arte, escribió cartas que no enviaba, aprendió a respirar sin que le doliera el pecho. Pasaba tardes enteras sentado junto al lago, viendo cómo el sol se reflejaba en el agua, y por primera vez en años… se permitía imaginar el futuro.

Rei no se fue del todo. Decidió quedarse en el pueblo, trabajando en la restauración del orfanato que alguna vez había conocido. No buscaba redención, pero sí reconstrucción. A veces se despertaba temblando, con la sensación de tener la corona negra sobre la cabeza. Pero luego salía al jardín, miraba las flores que plantaba con sus propias manos, y comprendía que el Rey había muerto con el espejo.

Una tarde, los tres se reunieron nuevamente. Sin palabras pactadas, sin motivo especial. Simplemente se encontraron en la orilla del lago donde todo parecía más liviano.

—¿Recuerdan cuando creímos que no saldríamos de allí? —dijo Yuki, con una sonrisa triste.

—No salimos igual —respondió Noah, mirando sus manos—. Algo de nosotros sigue ahí.

Rei asintió, con la mirada perdida en el horizonte.

—Pero no estamos atrapados. Lo llevamos, sí. Pero también lo transformamos. Ahora somos otra cosa.

El silencio entre ellos no era incómodo. Era una presencia suave. Como si sus almas se reconocieran más allá de las palabras.

Entonces, Noah sacó algo del bolsillo. Era una pequeña llave oxidada, la que una vez abrió la habitación secreta en el sótano de la casa.

—Quiero que esto se quede aquí —dijo, y la lanzó al lago.

El agua la tragó con un sonido apenas perceptible. Fue un gesto pequeño. Pero todos lo sintieron como un cierre.

—A veces, para sanar —susurró Rei—, hay que dejar que lo que dolió también tenga su descanso.

Y así lo hicieron.

No volvieron a hablar de la casa con nadie. No hubo libros ni reportajes. Solo ellos sabían lo que pasó. Lo que perdieron… y lo que encontraron.

En un mundo donde lo sobrenatural se esconde entre la humedad de las paredes y los susurros del viento, ellos sobrevivieron no por escapar, sino por atreverse a mirar. A amar. A soltar.

Y en el fondo del bosque, donde la casa aún duerme en silencio, algo florece. No el mal. No el miedo.

Sino el recuerdo de quienes la enfrentaron y, en medio del horror, aprendieron a volver a sentir.

A vivir.

A amar.