Yuki fue el primero en despertar esa mañana. El calor del cuerpo de Noah aún lo envolvía, su respiración suave le acariciaba la nuca. Por un momento, todo era paz. Como si nunca hubieran estado atrapados. Como si todo lo que habían vivido fuera solo un mal sueño.
Pero no era así.
Se levantó con cuidado, tratando de no despertarlo, y fue al baño. La luz del amanecer apenas alcanzaba a filtrarse por la ventana. El espejo frente a él estaba cubierto de vaho. Dibujó con el dedo una línea, casi sin pensar. Una línea que se convirtió en dos ojos.
Parpadeó.
Los ojos le devolvieron la mirada. No eran los suyos. Ni los de Noah. Eran… demasiado grandes, demasiado oscuros. Inhumanos.
Y entonces el espejo se partió.
Un pequeño sonido, casi como un suspiro, cruzó el aire antes de que el cristal se agrietara justo en el centro. Y entre las grietas, por un instante fugaz, vio a un niño.
Un niño pálido, con el cabello blanco como la ceniza y la piel cubierta de lo que parecía polvo de vidrio. Tenía una sonrisa rota. Los ojos... eran los mismos que Aion había tenido. Pero vacíos.
—¿Aion…? —susurró Yuki, dando un paso atrás.
El niño ladeó la cabeza.
—No todos los reflejos mienten —dijo con una voz que parecía el eco de muchas—. Algunos muestran lo que ya rompiste.
Y entonces desapareció.
Yuki corrió de vuelta al cuarto. Noah seguía dormido, pero su frente estaba perlada de sudor. Murmuraba algo entre dientes.
—Noah —lo sacudió con suavidad—. Noah, despierta.
Los ojos de su pareja se abrieron de golpe. Pánico. Miedo. Una lágrima corrió por su mejilla antes de que pudiera controlarla.
—Él… estaba aquí —dijo Noah con voz entrecortada—. Aion. O algo que se parecía a él.
—Yo también lo vi —dijo Yuki—. En el espejo. Pero… no era él. No del todo.
Noah se sentó, abrazando sus rodillas.
—Soñé que nos observaba desde una habitación llena de espejos rotos. Que recogía cada fragmento y se lo entregaba a alguien más. A un hombre sin rostro.
Yuki no respondió al instante. Solo se acercó y se sentó junto a él.
—Quizá nunca dejamos esa casa del todo —murmuró.
—O quizá —añadió Noah— ella no nos dejó ir.
Más tarde ese día, un sobre sin remitente llegó otra vez. Dentro había un dibujo infantil en papel amarillo. Era una escena: la antigua casa, en ruinas, y delante de ella, tres figuras. Una con cabello blanco, otra con una cicatriz en el brazo, y una tercera… sin rostro.
Abajo, escrito con trazo tembloroso, decía:
“El espejo quiere volver.”
Pero lo que los dejó helados fue lo escrito al reverso, en tinta roja:
“¿Devolverán lo que tomaron?"
Y en la esquina, una firma que no habían visto en dos años:
Aion.
Esa noche, mientras la tormenta arreciaba sobre el bosque, Noah se acercó a Yuki en la cama. Ya no había espacio para el miedo que los había alejado antes.
—Si volvemos a ese lugar… si todo esto es un ciclo que se repite —dijo Noah—, quiero que esta vez lo enfrentemos juntos.
—Siempre quise eso —respondió Yuki, entrelazando sus dedos—. Solo tenía miedo de que te rompieras.
—Ya estoy roto —susurró Noah—. Pero tú eres la única razón por la que quiero seguir recomponiéndome.
Yuki lo besó. No con desesperación, sino con esa ternura profunda que sólo nace del dolor compartido. Esa noche, se amaron con la delicadeza de quienes saben que el tiempo puede ser breve, y la oscuridad siempre acecha.
Pero el espejo no duerme.
Y en algún rincón del mundo, el niño de ojos de cristal observa.
Sonríe.
Y espera.