La biblioteca vieja olía a madera húmeda y secretos olvidados. Rei hojeaba un libro sin título, encuadernado en piel, con páginas que parecían resistirse a ser abiertas. Noah y Yuki lo observaban en silencio, como si lo que ese libro contuviera pudiera alterar la realidad.
—Lo encontré escondido detrás del falso fondo de un cajón en la zona roja —explicó Rei—. Estaba protegido con un sello.
Lo colocó sobre la mesa y abrió una página manchada. El texto no era del todo legible, pero entre las líneas torcidas sobresalía un símbolo que todos habían visto antes: un espejo partido por una raíz negra que lo atravesaba.
—Esto es un diario —murmuró Yuki, tocando con cuidado una de las páginas—. No de los cuidadores. De uno de los niños.
—De Aion —afirmó Noah.
En la siguiente página, había una flor seca pegada con cera… y junto a ella, un nombre escrito con carbón desgastado.
"Eiran."
—Ese era su verdadero nombre —susurró Yuki.
El aire se volvió más frío. Las velas titilaron. Y desde el espejo más cercano, la voz de Aion vibró como un eco roto.
—No lo digan. No lo traigan de vuelta.
Horas más tarde, Rei preparaba el ritual en la antigua capilla abandonada del orfanato. Velas negras. Sal en espiral. El diario al centro. El espejo más antiguo del lugar, cubierto por una sábana blanca.
—Esto no es un exorcismo normal —dijo—. No estamos sacando un demonio. Estamos intentando devolverle el alma… para que él mismo decida marcharse.
Yuki colocó la flor seca frente al espejo.
Noah sujetaba su mano con fuerza. —¿Estás seguro de que esto no te hará daño?
Yuki asintió, aunque no con convicción.
Rei comenzó a recitar en voz baja las frases del libro. El espejo vibró. Se agrietó. Y entonces, Aion apareció. Su forma ahora era más sólida. Su piel cristalina brillaba como bajo el agua.
—¿Quieren... liberarme? —preguntó, pero había miedo en su voz.
Yuki se acercó.
—No te odiamos, Eiran. Pero no puedes quedarte aquí, atrapado entre el amor y el rencor.
Aion lo miró, los ojos vidriosos. Caminó hacia él, cruzando el círculo de sal. Noah gritó:
—¡No lo dejes cruzar!
Pero Yuki no se movió. Dejó que Aion tocara su pecho con los dedos. Y en ese instante, todos vieron:
Un recuerdo.
El pequeño Eiran, encerrado en una celda, dibujando flores en las paredes con su sangre. Esperando que alguien lo escuchara.
Cuando la visión desapareció, Yuki estaba de rodillas, temblando. Aion también lloraba.
—Yo… solo quería que alguien me eligiera.
Esa noche, Noah no durmió. Yuki sí, pero entre sueños inquietos.
Cuando Yuki despertó, Noah estaba sentado a su lado, mirándolo. Sus dedos acariciaban su mejilla.
—¿Tú lo amas? —preguntó Noah sin rodeos.
Yuki parpadeó. —No. Lo comprendo. Y eso… es peor. Porque cuando entiendes su dolor, empieza a dolerte también a ti.
Noah se inclinó, lo besó con rabia contenida. —Entonces hazme una promesa. Que si él vuelve a tocarte con ese deseo confundido… recordarás que el amor no necesita excusas para doler.
Yuki asintió. Y lo abrazó tan fuerte como si quisiera anclarse a él. Hacerlo real.
Pero en el espejo del pasillo, Aion los observaba.
Y por primera vez… retrocedió.
En lo profundo del orfanato, el hombre del pasado encendía un nuevo fuego. Su voz era como cuchillas entre cristales.
—Empatía… eso fue un error.
Y arrojó otro objeto al fuego: un mechón de cabello. Uno que una vez perteneció a Eiran.
—Ahora verás lo que realmente eres… cuando dejes de sentir.