La puerta se cerró tras él con un estruendo sordo, y el silencio lo devoró como una fosa sin fondo. Rei se quedó inmóvil en medio de la habitación, con la respiración contenida, los sentidos alertas, como si esperara el primer latido de algo que todavía no tenía forma.
Pero lo sentía.
En su piel, en los huesos, en la marca que había comenzado a arder desde el momento en que la cruzó.
Ershem estaba cerca.
La oscuridad no era completa. Flotaban en el aire partículas de polvo suspendidas como estrellas muertas. Un resplandor apenas perceptible emanaba desde el suelo, trazando símbolos antiguos, parecidos al de su visión anterior, pero más complejos. Más vivos.
Rei cayó de rodillas. El peso del lugar era insoportable. Era como si los pecados de generaciones enteras de su familia hubieran sido acumulados en ese cuarto, como si la piedra, la madera y la sangre lo reconocieran como uno de los suyos.
Un susurro lo envolvió, suave como una caricia, pero tan frío que heló sus pensamientos.
—Estás en casa. Finalmente.
La voz no tenía un tono definido. A veces sonaba masculina, otras femenina, otras simplemente... ausente. No era humana. Era una memoria vestida de conciencia.
Rei alzó el rostro lentamente. En el centro de la habitación había una figura. No había entrado. No lo había sentido moverse. Simplemente estaba allí, como si siempre hubiera sido parte del cuarto.
Alta, delgada, sin rostro definido, pero con un halo de autoridad insana. Ershem.
—¿Quién... eres realmente? —preguntó Rei, su voz tensa, llena de miedo, pero también de algo más: reconocimiento.
La figura no respondió de inmediato. Dio un paso, y al hacerlo, las sombras parecieron arremolinarse bajo sus pies como agua corrompida.
—Soy tu herencia. La voluntad que sellaron tus ancestros. Soy el precio de la traición, el eco de la sangre derramada. Fuiste creado para mí.
—¡No! —Rei gritó, apretando los puños—. ¡Yo no soy parte de esto!
—Lo eres, susurró Ershem, acercándose más. Rei sintió el aire evaporarse entre ellos—. Tú fuiste el último vínculo puro. El Rey. Cuando fuiste desterrado, yo perdí forma. Pero ahora… ahora has vuelto. Herido. Roto. Perfecto.
Rei se estremeció. Porque sabía que había verdad en esas palabras. Porque dentro de él, algo resonaba. Algo oscuro. No odio. No deseo. Sino culpa. Como si hubiera permitido que esta corrupción creciera sin detenerla.
La figura alzó la mano. Un símbolo rojo brilló en su palma, el mismo que ardía en el pecho de Rei desde hacía días. Al mirarlo, sintió una oleada de recuerdos que no eran suyos: gritos, rituales, traición, fuego… y su propio rostro reflejado en el agua, cubierto de cenizas.
—¿Qué me hiciste...? —susurró Rei, retrocediendo.
—Te recordé quién eres. No puedes enterrar lo que llevas en la sangre. Pero puedes reclamarlo.
Un temblor sacudió el cuarto. Las paredes comenzaron a susurrar, las voces superpuestas de generaciones pasadas. Algunas lloraban, otras reían. Algunas gritaban el nombre de Rei.
Y entre todo eso, una figura distinta apareció en su mente. Noah. Su tacto. Su abrazo la noche anterior. La manera en que lo miraba, como si aún hubiera algo bueno en él.
Un lazo se tensó dentro de su pecho.
—No soy tuyo —dijo Rei, temblando, pero firme—. No me voy a convertir en eso.
La figura de Ershem se acercó aún más, el rostro aún difuso, pero ahora con algo parecido a una sonrisa.
—Entonces, rompe el ciclo, descendiente. Pero recuerda… para purgar una herencia maldita, debes mirarla a los ojos.Y a veces… eso significa convertirte en ella.
Una ráfaga de energía lo golpeó. El símbolo en su pecho ardió, y Rei gritó, cayendo hacia atrás. Su cuerpo convulsionó por un instante, antes de que todo se volviera blanco.
Cuando abrió los ojos, ya no estaba en la habitación.
Estaba en un pasillo de la casa. A oscuras. Solo. Pero algo había cambiado.
El símbolo en su pecho seguía allí, ahora más definido. Como si no fuera solo una marca… sino una parte de él. No era esclavo de la entidad. Pero ahora la llevaba dentro.
Y tal vez, para vencerla, tendría que usar su propio poder.