La casa estaba en silencio, pero Rei no podía dormir. Noah yacía junto a él, respirando tranquilo, una mano aún rozando la suya. El calor era real, reconfortante. Pero el susurro…
El susurro no lo era.
Primero fue una voz al borde del oído. Luego un tirón.
No de su cuerpo, sino de su mente.
Y entonces cayó.
El mundo no tenía color.
Era gris, como una fotografía antigua y dañada por el moho.
Rei se encontraba en el gran salón… pero no el que conocía. Era más alto, más luminoso, con cortinas de terciopelo y candelabros encendidos. Personas pasaban a su alrededor, vestidos con trajes de época, pero ninguno lo miraba. Todos reían, hablaban, brindaban… ignorantes de la sombra que crecía en las esquinas.
Un niño de ojos oscuros los observaba desde el fondo de la sala.
Estaba solo.
Pequeño. Frágil.
Invisible.
Rei sintió una punzada en el pecho. Ese niño…
—Ershem —susurró, sin saber cómo lo sabía.
Una figura se acercó al niño. Un hombre alto, con la mandíbula rígida y ojos fríos: el patriarca de la casa. Su túnica estaba bordada con símbolos familiares. En su mano, una copa rebosante de vino oscuro.
—Deja de rondar como una rata —escupió—. No eres más que un eco de tu madre. No heredarás nada.
El niño bajó la mirada, mudo.
—Si tanto deseas un lugar aquí —añadió el hombre, inclinándose hacia él—, demuéstralo. Hazte útil. Aprende. Observa. Y luego… desaparece.
Las escenas se sucedieron como olas:
Ershem estudiando solo en la biblioteca, sus dedos manchados de tinta.
Ershem espiando rituales familiares, observando cómo los suyos invocaban a la casa misma, susurrándole secretos a través de espejos.
Ershem, creciendo… pero siempre en las sombras.
Nadie lo llamaba por su nombre.
Era un vestigio. Un error. Un bastardo.
Y fue entonces cuando escuchó la primera voz.
No provenía de los corredores.
Ni del viento.
Ni de los vivos.
Era la casa.
Lo eligió porque él también era un residuo.
—Tú me entiendes —susurró una noche, desde el rincón más oscuro del desván—. Tú no hablas como los demás. Tú escuchas.
La casa respondió.
No con palabras, sino con visiones: símbolos, pactos rotos, nombres enterrados bajo sangre seca.
Rei caminaba entre esos recuerdos como si fueran suyos, pero no lo eran. Cada paso lo hundía más en una historia que no pidió, en una herida que no era suya… y que, sin embargo, ardía.
El recuerdo cambió una vez más.
Ahora estaba en una habitación oculta, bajo el nivel de la casa. En el centro, un altar rudimentario, hecho de madera y huesos.
Ershem, ya adolescente, escribía en un diario. Su voz narraba, temblorosa:
"Dijeron que la casa me hablaba porque estaba maldito. Dijeron que no tenía lugar en este linaje. Pero si ella me eligió... entonces no seré su hijo oculto. Seré su voz."
"Seré su rey."
En ese momento, Rei comprendió.
Ershem no fue poseído.
Fue escuchado. Y decidió responder.
No por poder.
No por maldad.
Por amor torcido y abandono.
El altar ardió.
El fuego se expandió como tinta por el recuerdo, y Rei cayó de rodillas.
Un último eco resonó:
—¿Ahora entiendes por qué estoy aquí?
Ershem apareció frente a él, ya con su forma adulta, sombría.
—Yo no soy solo maldad. Soy lo que quedó cuando dejaron de mirar. Soy el hijo sin nombre. La casa lo recuerda… y ahora tú también.
Rei intentó hablar, pero despertó con un sobresalto.
La habitación real volvió a su alrededor.
Noah dormía a su lado, ajeno al torbellino que había atravesado.
Rei se sentó en silencio, respirando con dificultad. Tenía los ojos húmedos… no de terror, sino de comprensión.
—Ershem… —murmuró, llevándose una mano al pecho.
El símbolo no ardía esta vez.
Palpitaba… como un corazón compasivo.
Rei lo entendía. Y ese entendimiento podía ser una llave.
O una nueva prisión.