La mañana parecía normal.
El cielo nublado, las sábanas frías, el crujido habitual de la vieja casa acomodándose. Noah ya no estaba a su lado. El aroma del café filtrándose desde la cocina ofrecía una ilusión de normalidad. Pero algo había cambiado.
Rei se levantó con una opresión en el pecho.
No era ansiedad.
Era presencia.
Mientras se vestía, notó por primera vez una leve hendidura en el suelo junto a la cama. No recordaba haberla visto antes. Se inclinó, tocándola. Era como una grieta... pero no estaba rota.
Parecía una cicatriz.
—¿Siempre estuvo ahí? —murmuró.
La madera respondió con un leve suspiro. No un crujido natural: un sonido profundo, como si algo exhalara desde debajo del piso.
Rei se congeló.
Bajó por las escaleras despacio. Cada peldaño sonaba más húmedo que el anterior, como si la madera transpirara. Al llegar al vestíbulo, se detuvo. Los retratos antiguos —esos que siempre colgaban torcidos— ahora estaban perfectamente alineados… salvo uno.
El retrato central: un hombre con rostro difuso, el marco tallado con símbolos que antes no estaban allí.
Un cuervo.
Una luna.
Y un ojo cerrado.
Rei tragó saliva. La pintura parecía… fresca. El aceite aún brillaba en algunas zonas.
Noah apareció tras él, bostezando.
—¿Qué haces aquí parado? El café está listo.
—¿Ese retrato…?
—¿Cuál? —Noah lo miró con confusión—. Es el mismo de siempre.
Rei volvió a mirarlo. El ojo en el retrato ahora estaba abierto.
Los pasillos no eran iguales.
No más.
El corredor que llevaba a la biblioteca había ganado una ventana que no daba a ningún lugar. Por ella no entraba luz, sino un tenue resplandor grisáceo que latía al ritmo del corazón de Rei.
Cuando se acercó, vio algo detrás del cristal: su propio reflejo, pero más joven… y con la marca en el cuello más profunda, como grabada a fuego. El reflejo le sonrió.
—No soy tú —dijo, sin mover los labios.
El cristal estalló desde dentro.
Pero cuando Rei parpadeó, la ventana estaba intacta.
En el comedor, las sillas estaban todas al revés.
Salvo una.
Al sentarse —porque algo dentro de él le decía que debía hacerlo—, escuchó el arrastre.
Detrás de él.
Un susurro de madera y tela.
Una figura pasó corriendo por el pasillo de la izquierda. No Noah. No Yuki. Algo más bajo, más veloz. Como un niño.
Rei lo siguió instintivamente, girando por pasillos que se retorcían en ángulos imposibles.
Una puerta apareció donde antes había una pared.
Negra, sin pomo, pero cubierta de inscripciones en espiral.
La madera estaba tibia al tacto.
Cuando puso la mano sobre ella, sintió el pulso.
La casa respiraba.
Y lo reconocía.
—¿Qué está pasando contigo? —preguntó Yuki esa noche, cuando lo encontró contemplando fijamente una pared.
—¿No ves eso? —Rei señaló el símbolo que se movía bajo el papel tapiz, como tinta en agua.
—¿Ves qué? —Yuki entrecerró los ojos—. Rei… no hay nada.
Y se fue, inquieto.
Rei se quedó solo. El símbolo desapareció como una exhalación.
Más tarde, en su cuarto, mientras intentaba dormir, escuchó el murmullo debajo de su cama.
No un susurro cualquiera.
Era su nombre, arrastrado con un ritmo infantil.
—Rei…
…Rei…
…Reeeeeei…
El corazón le martillaba las costillas. Se incorporó, encendiendo la lámpara.
Nada.
Cuando volvió a mirar hacia el suelo, el símbolo había reaparecido en el mismo sitio donde vio la grieta esa mañana. Pero ahora latía, como si respirara.
Al tocarlo, una voz susurró:
—Ahora sabes lo que es escuchar.
—¿Ershem?
La lámpara parpadeó.
Y en el espejo del ropero, su reflejo ya no tenía sus ojos.
Tenía los de Ershem.
Rei no durmió esa noche.
Pero por primera vez… no sentía miedo.
Sentía que la casa le hablaba.
Y que quería mostrarle algo más.