La lluvia golpeaba los ventanales con una insistencia que rozaba lo furioso. Yuki caminaba por los pasillos de la biblioteca antigua, siguiendo el eco de un presentimiento. Había algo allí, algo enterrado bajo polvo, telarañas y silencio. El símbolo que había visto sobre la piel de Rei, como una quemadura sellada por el tiempo, no se le borraba de la mente.
Un crujido. Luego, otro. Las tablas bajo sus pies parecían protestar, pero no se detuvo. Se internó en una sección cerrada al público, oculta tras un estante ladeado. Al moverlo, descubrió una escalinata que descendía. El aire se volvió más frío. Bajó sin pensar dos veces.
Allí, entre baúl antiguo y madera carcomida, encontró el diario. Una cubierta de cuero ennegrecido, con un broche oxidado en forma del mismo símbolo. Lo abrió, y apenas leyó las primeras palabras, la habitación pareció desaparecer.
Se encontraba de pie en un salón iluminado por candelabros, el mismo lugar, pero en otra época. Las paredes eran más nuevas, la casa viva y cruel. Una figura se acercaba: un joven de cabello largo, oscuro, con los mismos ojos de Rei.
—Aion...— susurró sin saber por qué.
La visión se movió como un torrente: rituales en habitaciones selladas, pactos escritos con sangre, niños marcados con el símbolo. El antepasado de Rei gritaba, encadenado, mientras una voz distorsionada murmuraba desde las sombras:
—El linaje debe pagar...
Yuki tembló. La escena cambió.
Ahora estaba en un jardín marchito. Un niño lloraba mientras una figura adulta lo arrastraba de regreso a la casa. El niño tenía los ojos vacíos. El adulto, con una máscara, hablaba en susurros que parecían multiplicarse.
—El heredero manchado... será la llave. No podrá escapar.
Yuki quiso correr, pero no podía moverse. Todo se oscureció de nuevo.
La tercera visión fue la más perturbadora: Rei, más joven, encerrado en una habitación sellada. Lloraba, rascaba las paredes, escribía con tiza símbolos similares al que llevaba en la piel. Su voz era un hilo:
—No quiero ser como él... no quiero...
Una sombra se movió detrás de él. Ershem, sin forma definida, una figura que se deslizaba por las paredes como aceite. Susurraba:
—Tú me llamaste. Tú eres mi casa.
Yuki gritó.
Volvió a la realidad de golpe, jadeando, con el diario a medio caer de sus manos. Estaba empapado en sudor, el corazón latiendo a un ritmo caótico. Subió de nuevo, tambaleante, cruzó los pasillos oscuros sin preocuparse por las sombras que parecían alargarse tras él.
Encontró a Rei en la sala principal, observando el fuego apagado. Yuki se detuvo en seco. Rei se giró, como si lo hubiera estado esperando.
—Fuiste tú… —dijo Yuki, con voz rota.
Rei no respondió. Sus ojos reflejaban dolor, pero también resignación.
—Sabías todo esto. Todo. Y nunca dijiste nada.
—No podrías entender lo que significa tener eso dentro... crecer con esa voz, con esa sombra que se arrastra contigo a cada rincón.
—Aún así confié en ti.
Yuki se acercó. Tenía los puños cerrados, pero no golpeó. Lo abrazó. Rei se tensó, luego se dejó caer en él, derrotado.
—No quiero perderte, Yuki. Pero tampoco quiero perder lo que me queda de humanidad.
—Entonces déjame ayudarte.
Las sombras en la sala se movieron apenas. Como si escucharan, como si rieran en silencio.
Pero por primera vez, Rei no las miró. Miró solo a Yuki.