La mañana siguiente llegó con un silencio demasiado limpio. A pesar de la luz que se filtraba por las rendijas de las ventanas polvorientas, la atmósfera en la casa del cuervo era pesada, como si cada partícula de aire contuviera un secreto. Yuki, sentado en el suelo del cuarto donde había hallado el diario, sostenía sus páginas abiertas con manos temblorosas. Las visiones aún lo sacudían desde dentro. No solo había visto el pasado de Rei; lo había sentido.
El peso de esa conexión no se había disipado con la noche, sino que se había asentado como una piedra en el pecho. Rei no se había despertado aún. Al menos, no de la forma en que Yuki esperaba. Lo había observado durante horas, sintiendo que cada vez que el otro dormía, algo más profundo, más oscuro, lo tomaba por dentro.
Tomó una decisión.
Si había alguna posibilidad de romper ese vínculo, de ayudar a Rei a recuperar su esencia antes de que Ershem lo devorara desde adentro, tendría que enfrentarse no solo al pasado, sino también al presente. Y eso implicaba riesgos.
Yuki buscó entre los libros del estudio. La casa parecía saber a dónde lo dirigía. En los estantes cubiertos de telarañas, entre volúmenes que hablaban de linajes oscuros, sacrificios y pactos sellados con sangre, encontró uno distinto: sin título, cubierto con un cuero tan viejo que parecía piel. Al abrirlo, descubrió un dibujo casi idéntico al símbolo grabado en la nuca de Rei. Uno que, ahora comprendía, no era solo una marca: era una atadura.
—Esto es una prisión —murmuró, repasando con los dedos las líneas del símbolo.
Cada página contenía rituales, algunos incompletos, otros desfigurados por sangre o agua. Pero entre ellos, encontró uno que hablaba de "quebrar el eco del alma original". Lo leyó en voz alta, apenas susurrando. Mencionaba una confrontación emocional, una suerte de espejo del pasado, donde el portador debía enfrentarse a su trauma y rechazar al ente que lo sujetaba.
Cerró el libro, lo apretó contra su pecho y subió las escaleras.
Rei estaba sentado en la cama, los ojos abiertos, vacíos. Cuando lo miró, no fue Rei quien respondió.
—Yuki... Has visto demasiado —dijo, la voz extrañamente modulada, como un eco doble.
—Rei, ¿me escuchas? —preguntó, acercándose con lentitud—. Sé lo que pasó. Vi tu dolor. Sé quién intentó controlar tu vida. Pero no tienes que cargar con eso solo.
Los ojos del omega parpadearon, fugazmente. Un destello de confusión cruzó su rostro.
—No entiendes... Si me sueltas, él tomará a otro —susurró Rei.
Yuki se sentó frente a él, el libro entre ellos.
—No. Él solo existe porque tú no te permites soltarlo. Él es un eco. Lo que fuiste forzado a ser... no define lo que eres ahora. No soy tu enemigo. Te amo, Rei. Y no quiero verte desaparecer en él.
Algo se quebró en los ojos del otro. No físicamente, pero sí emocionalmente. Rei respiró hondo, y por un instante, parecía un niño atrapado en un cuerpo adulto. Uno que había sobrevivido a horrores que nadie debería haber soportado.
Yuki colocó sus manos sobre las de él.
—Te ayudaré. Pero necesito que luches conmigo.
La habitación tembló. Literalmente. Un susurro emergió de las paredes, como si la casa misma protestara. La sombra de Ershem, incorpórea aún, se formó detrás de Rei, proyectándose sobre la pared. No tenía rostro, pero el símbolo ardía en su centro.
—Te está reclamando —dijo Yuki, sin apartar la vista—. Pero no tiene derecho.
Rei tembló. El símbolo en su nuca comenzó a arder, como si se reactivara.
—Duele —gimió—. Me jala de nuevo.
Yuki abrió el libro, recitó la primera frase del ritual. Su voz temblaba, pero persistía. La sombra retrocedió, sutil, como si dudara. Rei gritó, llevándose las manos a la nuca.
—¡Yuki, para! ¡No puedo! ¡Si lo sacas, me muero!
—No morirás. Lo que se irá es lo que te hicieron creer que eras. No tu esencia. Esa... sigue viva. Yo la vi. Aún está en ti, Rei.
Rei cayó de rodillas. Yuki lo abrazó por detrás, sosteniéndolo con fuerza mientras recitaba la última parte del conjuro. El símbolo brilló, luego estalló en una bruma negra que se disipó en el aire. La sombra chilló, como una bestia herida, y se desvaneció por las paredes.
Rei jadeaba. Su cuerpo cayó hacia adelante, sostenido apenas por los brazos de Yuki.
—¿Rei? —preguntó, con miedo.
El otro alzó la mirada, cansado, pero más lúcido que nunca.
—Me duele todo... pero siento... paz.
Yuki lo sostuvo entre lágrimas.
La casa, por primera vez en semanas, permanecía en silencio. Un silencio real, sin susurros ni sombras.
Pero sabían que no era el final.
El eco se había desvanecido, sí, pero la herida aún no sanaba del todo.
Y Ershem... quizás aún no había dicho su última palabra.