Rei despertó cubierto de sudor, con el corazón latiendo como si hubiera corrido una maratón. Yuki estaba a su lado, vigilante, con ojeras marcadas y una determinación casi aterradora. Habían sobrevivido al primer embate de la casa, pero sabían que era solo el comienzo.
—Tenemos que encontrar una forma de expulsarla —dijo Yuki, su voz firme—. No solo salvarte a ti… sino liberar este lugar.
Rei asintió, aunque algo dentro de él temblaba ante la idea. Había vivido tanto tiempo bajo la sombra de la casa que no sabía quién sería sin ella.
Durante los días siguientes, buscaron entre los diarios viejos, los grabados en los muros, y las palabras olvidadas que la abuela de Rei le había enseñado en susurros durante su infancia. Entre hojas rotas y símbolos tatuados en la piedra, encontraron una pista: un ritual arcaico, incompleto, fragmentado por el paso de los siglos.
Decía algo sobre un "núcleo vivo", una "herida abierta bajo el altar" y el "hijo del linaje perdido".
Rei tragó saliva.
—Ese soy yo —dijo—. El núcleo… está en mí.
Yuki no lo negó. El vínculo entre Rei y la casa era evidente, pero también era su mayor debilidad. Donde había apego, había posibilidad de ruptura.
Con el corazón en un puño, bajaron al antiguo salón de la iglesia que alguna vez coronó la mansión. El altar, medio derrumbado, todavía tenía los restos de las inscripciones antiguas. Rei colocó su mano sobre la piedra, y ésta se abrió con un crujido seco, revelando una cavidad oscura.
Del interior surgió un murmullo. Voces en varios tonos, como si todos los recuerdos de los muertos quisieran hablar al mismo tiempo. Yuki sostuvo a Rei mientras este comenzaba a repetir las palabras del ritual.
—Nunc ego sum fractus… sed non servus…
La habitación tembló. Las velas se encendieron solas. Desde los rincones más oscuros surgieron sombras que se retorcían, susurrando maldiciones. Rei siguió adelante, aunque sus ojos sangraban lágrimas negras.
—Rei, basta —gritó Yuki—, te está consumiendo.
—Debo terminarlo —jadeó Rei—. Si paro ahora, todo se perderá.
Yuki se colocó frente a él, tocó su pecho, donde el símbolo maldito ardía como un hierro candente.
—Entonces no lo hagas solo.
Juntos, unieron sus manos, repitiendo las últimas palabras del conjuro. La casa gritó. Literalmente. Las paredes crujieron, los cristales se rompieron y una ráfaga de energía se extendió como una onda expansiva.
Una figura surgió del altar: una sombra coronada, con ojos vacíos y un cuerpo que mutaba entre formas humanas y animales. Era la esencia de la casa. Su guardián. Su carcelero.
—Tienen que sellarlo —dijo Rei—. No destruirlo. Sellarlo en un nuevo receptáculo… en mí.
—¿Y qué te pasará a ti? —Yuki temblaba.
—No lo sé… pero prefiero contenerlo que dejar que nos consuma a todos.
Con lágrimas, Yuki lo abrazó, apretándolo fuerte. Luego, pronunciaron las últimas palabras.
La figura gritó con voz de trueno, pero fue absorbida poco a poco por la luz que salía del pecho de Rei. Este cayó de rodillas, y el silencio volvió como una lápida sellada.
Cuando todo terminó, Rei respiraba. Apenas. Pero estaba vivo.
—Lo encerramos —susurró.
Yuki lo sostuvo, llorando de alivio y miedo.
El ritual había funcionado. Pero el precio apenas empezaba a cobrar forma.