Capítulo 37: El eco tras la puerta cerrada

La casa respiraba.

No era un sonido. No era una vibración. Era algo más visceral, más íntimo. Como si los muros se hincharan y contrajeran al ritmo de un corazón ajeno, uno que latía debajo del suelo húmedo, de las paredes cubiertas por recuerdos muertos.

Rei lo sentía. A cada paso.

Desde hacía días, los susurros se habían vuelto más persistentes. No hablaban en un idioma que pudiera reconocer, pero la intención… la intención se colaba en sus huesos como el frío de una tumba abierta. Había comenzado a escribir frases sin sentido en los márgenes de los libros, a dibujar símbolos en la condensación de los espejos. Cuando despertaba, las yemas de sus dedos estaban manchadas de tinta o tierra. No sabía cuál de las dos lo aterraba más.

Y ahora, Noah.

Desde aquella tarde en que lo encontró junto a la ventana del estudio, con los ojos demasiado abiertos y una expresión difícil de leer, algo cambió. Noah no solía ocultarle cosas. Él siempre había sido la única luz suave en medio del caos, la única voz que no exigía, que no juzgaba.

Pero ahora...

Ahora Noah bajaba la mirada cuando Rei entraba en una habitación. Cerraba cajones con demasiado apuro. Tocaba los bordes de los marcos con una atención fingida, como si buscara algo, o como si ya lo hubiera encontrado.

Rei empezó a vigilarlo en silencio.

El primer día, lo siguió hasta el salón de los retratos. Noah fingió admirar la pintura de la mujer vestida de luto, pero sus ojos se movían en otra dirección. Al día siguiente, lo oyó hurgar en el escritorio antiguo del ala norte. Cuando preguntó, Noah sólo sonrió. Demasiado rápido. Demasiado limpio.

Y luego estaba la carta.

Rei no la había leído, pero la había sentido. Las palabras flotaban en la habitación como una presencia espectral. Noah la escondía como si fuera una reliquia sagrada. O peligrosa.

Esa noche, la casa susurró más fuerte.

“Aion…”

Ese nombre se clavó en su mente como una aguja. No sabía por qué, pero al oírlo, algo dentro de él se encogió. Imágenes distorsionadas de sangre, una jaula y un cuervo con los ojos vendados cruzaron su mente.

Comenzó a llover.

Rei se levantó en la oscuridad, guiado por un instinto que ya no le pertenecía por completo. El piso crujió bajo sus pies descalzos. El pasillo parecía más largo que antes, como si la casa estirara sus venas a propósito, jugando con su percepción.

Encontró a Noah en el estudio.

Estaba sentado frente al escritorio, con la carta desplegada frente a él. No la estaba leyendo. Sólo la miraba, como si temiera que se deshiciera si parpadeaba. El rostro de Noah era una mezcla de melancolía y determinación. Rei lo observó en silencio, un nudo en el pecho.

“¿Vas a seguir fingiendo?” —preguntó, al fin.

Noah dio un respingo. Giró lentamente. Los ojos se agrandaron al ver a Rei allí, empapado por la humedad del ambiente, la sombra de su figura más marcada por el temblor de las velas que por la luz.

“No es lo que piensas…”

“¿Y qué es lo que pienso, Noah?” —la voz de Rei era suave, casi maternal, pero detrás de esa suavidad se escondía algo más oscuro. Algo que la casa empezaba a alimentar.

Noah tragó saliva. Dudó.

“No quería preocuparlos… encontré esta carta. Estaba en el fondo del escritorio. Tiene una firma que no reconozco pero—”

“Aion.”

Noah se congeló. Rei avanzó un paso más, y fue como si las paredes se cerraran un poco.

“¿Cómo lo sabes?” —preguntó Noah, apenas un susurro.

Rei sonrió, pero no fue una sonrisa amable.

“La casa me lo dijo.”

Silencio.

Noah retrocedió un poco en la silla, inconscientemente. Rei lo notó. Lo sintió como una punzada.

“¿Qué te está haciendo la casa, Rei?” —sus palabras eran un intento de alcanzar al muchacho que conocía, pero en sus ojos ya no encontraba el mismo reflejo.

Rei bajó la vista. Las uñas le temblaban. Una parte de él aún luchaba.

“La casa me pertenece… pero también le pertenezco. Siempre ha sido así. Pero no voy a permitir que tú…” —se interrumpió. Alzó la mirada, y por un segundo, sus pupilas parecieron dilatarse más de lo normal— “Tú estás abriendo puertas, Noah. Puertas que deberían permanecer cerradas.”

Noah se puso de pie. La carta se arrugó en su mano.

“Tal vez ya es tarde para eso.”

Rei parpadeó. El silencio entre ellos se volvió espeso, eléctrico. El crujido de la madera fue lo único que se oyó durante varios segundos.

Y entonces Rei dio un paso más, hasta quedar a apenas un metro de él.

“¿Qué más encontraste?”

Noah no respondió.

Rei alzó una mano y la apoyó sobre el escritorio, sus dedos junto a la carta. Su mirada bajó al papel. La tinta parecía más oscura ahora, casi roja.

“Si estás mintiendo…” —murmuró, casi con tristeza— “la casa lo sabrá. Y no soy yo quien te castigará, Noah.”

Por un segundo, sus rostros se reflejaron en el cristal del ventanal detrás del escritorio. La vela chisporroteó. Y aunque la expresión de Rei era tranquila, algo se agitaba detrás de sus ojos.

“Vuelve a tu habitación.” —ordenó en voz baja.

Noah dudó, pero dio un paso atrás. Antes de salir, giró a mirarlo una vez más.

“¿Todavía estás luchando contra ella… Rei?”

El joven no respondió.

La vela se apagó por sí sola.