El aire en la casa se volvió más denso desde la última confrontación. Rei lo sentía en la piel, como una corriente gélida que le recorría la columna vertebral cada vez que caminaba por los pasillos. Las sombras parecían más largas, y las paredes susurraban con una familiaridad que dolía.
Él sabía que Noah sospechaba. Lo había visto en su mirada, en sus silencios más largos y en esa forma en que bajaba la voz cada vez que lo mencionaban. Yuki también estaba más distante, más alerta. Rei no necesitaba escuchar palabras; la atmósfera misma era una sentencia.
Estaba solo otra vez.
Subió al ático, ese espacio olvidado que había evitado durante años. El polvo reposaba como un sudario sobre todo. Viejas maletas, marcos rotos, una mecedora que crujía sin razón. Allí, la memoria tenía su propio idioma.
Se arrodilló frente a un baúl antiguo. Las manos le temblaban mientras giraba la cerradura oxidada. Dentro, dormía una colección de objetos que había intentado olvidar: una caja de música rota, una carta sellada con cera negra, un pañuelo manchado de sangre ya seca... y un medallón.
Lo tomó con dedos rígidos. Al abrirlo, la imagen de una mujer le devolvió la mirada. No era su madre. Era ella.
—¿Por qué ahora? —susurró, apretando el medallón contra su pecho.
Y entonces, como si lo hubiera invocado, la temperatura bajó. El silencio se quebró con un clic sutil, el sonido de la puerta cerrándose sola.
Una figura apareció en el reflejo del espejo.
Alta, delgada, con el rostro cubierto por un velo blanco. Un susurro apenas audible acompañó su presencia.
—Pequeño Rey... aún no has cumplido tu promesa.
Rei retrocedió, pero el suelo se volvió más inestable con cada paso. Era como si caminara sobre cristales enterrados en lodo. Su respiración se volvió errática.
—Tú no deberías estar aquí —dijo con voz quebrada—. Ya te fuiste. Te liberé.
—¿Liberarme? —La figura se desvaneció por un instante... solo para aparecer justo detrás de él—. ¿Acaso lo hiciste por mí... o por ti?
Un alarido ahogado escapó de su garganta. Rei cayó de rodillas, sintiendo cómo una presión invisible se le clavaba en los hombros. El medallón cayó al suelo con un sonido sordo, y el velo de la figura ondeó como si flotara bajo el agua.
—Fuiste mi elegido. Mi herencia. El trono te llamaba. Pero huiste, Rei. Traicionaste a la casa.
—¡No es verdad! —gritó.
Y entonces todo cambió.
El ático desapareció. Rei se encontraba en el salón principal, pero no como estaba ahora. Era la versión antigua, cuando la casa aún era joven, viva y obediente. Él, un niño, estaba de pie frente a un espejo, mientras la mujer del medallón lo coronaba con una corona de cuervos.
—Eres mío —decía la figura—. Eres lo último que queda de nuestra sangre.
La visión cambió otra vez. Ahora él corría, con el corazón desbordándose de miedo. Abajo, en el sótano, alguien gritaba su nombre. Gritos que él no respondía. Su alma se quebró ese día. Lo había sellado todo.
El pasado lo había marcado. La traición, la sangre, el dolor. Y aún así, la casa no lo había olvidado.
Despertó en el suelo del ático, empapado en sudor. El medallón yacía sobre su pecho. Sus dedos sangraban por las uñas quebradas. Pero no sentía dolor. Solo vacío.
Bajó con lentitud las escaleras. Noah estaba al final del pasillo, mirándolo en silencio. No había palabras entre ellos, solo la certeza de que algo se había roto.
Rei lo miró fijamente.
—Noah… ¿me estás siguiendo?
—¿Y tú... qué estás ocultando? —respondió Noah con una voz más firme de lo habitual.
Los dos se miraron durante un largo segundo. Una tensión invisible los rodeaba. El aire se sentía denso, vibrando con secretos.
—No todo lo que se entierra... muere —dijo Rei finalmente, antes de desaparecer en la penumbra.
Detrás de él, el medallón comenzó a calentarse, y desde el espejo del pasillo, dos ojos velados lo observaban en silencio.