Noah no supo cuánto tiempo se quedó allí, de pie frente a la puerta cerrada, con los dedos aún temblando tras el roce fugaz de Rei sobre su mejilla. Un gesto que no debió doler… pero lo hizo. No por el contacto, sino por lo que no había detrás de él. Calidez. Arrepentimiento. Verdad.
Rei no había negado nada. Tampoco había afirmado. Y eso, para Noah, dolía más que cualquier revelación.
El pasillo parecía haberse estrechado mientras caminaba de regreso a su habitación. Las sombras, antes estáticas, parecían reptar como líquidas en las esquinas. La carta, oculta entre las páginas de un libro viejo, pesaba como una piedra contra su pecho. Aion. Ese nombre ya no era solo una firma, sino una grieta que comenzaba a extenderse por su realidad.
Se encerró, por inercia, sin pensarlo. Cerró las cortinas. Apagó la lámpara. Solo la tenue luz azulada del cielo nublado cruzaba la ventana. Se sentó en el suelo, apoyando la espalda en la cama. Y escuchó.
Nada.
Ese silencio que ya no era calma, sino preludio. Como si la casa respirara contenida. Como si los susurros aguardaran que él cediera un centímetro más.
Sacó la carta y volvió a leerla. Esta vez, con los dedos firmes, con la voz baja y temblorosa pronunciando cada palabra como un conjuro roto.
—“No te fíes de sus ojos. La casa puede fingir ternura, pero no olvida. No perdona.”
Aion.
No podía seguir así. No podía mirar a Rei a los ojos y fingir que todo estaba bien. Pero tampoco podía soltar la carta, ni dejar de preguntarse… ¿quién había sido Aion para Rei?
El viento empujó con fuerza la ventana. Noah saltó, el corazón repicando como una campana dentro del pecho. Se acercó para cerrarla y entonces lo escuchó. No con los oídos, sino con la piel.
Un susurro. Apenas audible.
—“¿Estás dispuesto a ver?”
No había nadie. Nadie. Y sin embargo, cuando miró su reflejo en el cristal, algo estaba mal. Su rostro… no era solo suyo. Había un leve contorno superpuesto. Otro rostro. Triste. Antiguo. Demasiado parecido al de Rei.
Retrocedió. Parpadeó. Y desapareció.
Pero ya no había vuelta atrás.
Noah bajó a la biblioteca con pasos medidos. No quería alertar a nadie. Tenía que entender. La carta, el susurro, el rostro. Todo giraba en torno a la casa. Y a Rei.
Al recorrer los pasillos oscuros, el aire se sentía más denso. Como si caminara dentro de un cuerpo vivo. La biblioteca lo recibió con un crujido apagado, como un suspiro contenido. Noah fue directo al escritorio. Revisó, buscó… y entonces lo encontró.
Un cuaderno con tapas de cuero envejecido. Sin nombre. Sin fecha.
Lo abrió. Letras torcidas, en tinta grisácea. Una escritura que parecía apurada, pero sentida.
"No se puede ser rey de una casa maldita sin entregar algo de uno mismo. Lo supe cuando acepté. Lo supe cuando quise liberarme. Pero para escapar, alguien debía tomar mi lugar."
Noah sintió un frío repentino. ¿Era esto de Rei? ¿De Aion? ¿De ambos?
Pasó las páginas. Imágenes borrosas comenzaron a colarse entre las palabras. Gritos que no estaban escritos. Ecos antiguos. Un lamento en las paredes. Voces susurrando nombres que no conocía, pero que su piel sí.
Se obligó a seguir leyendo.
"Yo lo vi. Antes de ser expulsado, vi cómo la casa tomaba la forma de mi sangre. Me mostró a quien sería mi herencia, y a quien destruiría si no me alejaba. Por eso fui desterrado. Por eso regresé."
La última página estaba arrancada.
Noah dejó caer el cuaderno.
El eco de un golpe respondió desde el piso superior. El pasillo.
No estaba solo.
Pero no sintió miedo. No esta vez. Sintió algo peor: reconocimiento.
Rei. Sabía que estaba ahí.
—¿Vas a seguir huyendo? —susurró Noah hacia la oscuridad—. Porque yo ya no voy a hacerlo.
Nada. Solo el crujido leve de una tabla. Un roce en la pared.
Subió. Uno a uno los escalones. El silencio lo acompañó, pesado, denso. El aire se tornó más frío. El pasillo lo esperaba como una herida abierta.
La puerta de Rei estaba entornada.
Noah empujó con suavidad.
Rei estaba allí. De pie. Frente al espejo. No se giró. No habló.
Pero su reflejo… no era solo él.
Había una sombra detrás. Una silueta que no debía estar. Ojos que se abrían dentro del reflejo, no en su rostro.
Noah dio un paso.
—¿Rei?
Rei bajó la cabeza. Sus manos temblaban.
—Noah… tú no deberías estar aquí.
—¿Por qué?
—Porque si te miro… él también lo hará.
El silencio volvió. Pero ahora tenía forma. Tenía aliento.
—¿Quién es él, Rei? ¿Qué estás escondiendo?
Rei se giró. Sus ojos eran los de siempre… pero también eran distintos. Más oscuros. Como si una sombra se hubiera instalado tras su iris.
—A veces… no soy solo yo.
Y entonces, por primera vez, Noah sintió algo más allá del miedo.
Compasión.
Y una certeza silenciosa: no iba a dejarlo solo.