Capítulo 43: Lo Que Calla la Sangre

Yuki

El crujido de las paredes lo despertó, seco y profundo como un suspiro que se arrastra por dentro de la madera. Yuki se incorporó en la oscuridad, sin entender si era de noche o apenas amanecía. Había dormido en la biblioteca, con el diario antiguo de Aion aún entre sus manos. Las letras parecían moverse. Tal vez nunca habían estado quietas.

La vela, ya derretida, apenas ofrecía calor. La casa estaba gélida, como si algo hubiese respirado desde dentro, expulsando toda calidez. Yuki tomó el diario con manos temblorosas. La última página que había leído hablaba de un "legado maldito", de un "ataúd construido para guardar un nombre que no debía ser recordado".

Sintió que debía volver a esa página. Pero cuando intentó hojearla, la tinta había desaparecido. Solo quedaba un símbolo, uno que ya había comenzado a ver en sus sueños: un círculo incompleto con tres líneas que parecían dedos torcidos. Al tocarlo, la habitación entera pareció desvanecerse.

Yuki ya no estaba en la biblioteca.

Estaba... dentro del recuerdo.

El mundo frente a él era sepia y polvo. Caminaba por los pasillos de la misma casa, aunque más joven, viva. Las paredes no estaban rotas, las ventanas tenían cortinas limpias y el aire olía a incienso y tierra húmeda.

Avanzó solo unos pasos y vio una figura: una mujer de cabello largo, oscuro, suelto como raíces. Llevaba ropas antiguas, de luto. Su rostro era idéntico al suyo.

—¿Quién eres? —preguntó, pero la voz no salió.

Ella parecía no verlo. Caminaba con pasos firmes hacia una habitación al final del pasillo. Yuki la siguió, temblando.

La puerta que abrió era de hierro y madera. Al otro lado, una escalera descendía hacia un sótano. Todo se volvió más oscuro. A medida que bajaban, el sonido del mundo desaparecía. Solo quedó el pulso de la sangre.

Al fondo del sótano, una losa cubierta con símbolos. Allí lo esperaban otros tres hombres y una figura envuelta en vendas, sentada contra la pared.

—¿Estás lista? —preguntó uno de los hombres, con la voz quebrada.

—Sí —respondió la mujer, con la misma voz que Yuki.

Se acercó a la figura vendada. El rostro no podía verse, pero algo en su respiración era… familiar. Se arrodilló frente a él y colocó una mano sobre su pecho.

—Perdóname, mi amor. Pero si no te encierro… la casa morirá. Tú morirás. Yo también.

El vendado asintió lentamente.

Luego, lo levantaron. Lo colocaron dentro de un ataúd negro cubierto con el mismo símbolo que Yuki había tocado. Y antes de cerrar la tapa, la mujer colocó una gota de su sangre sobre el pecho del hombre. Esta ardió, iluminando el símbolo y formando una línea de fuego que se cerró como un sello.

El hombre dentro del ataúd... tenía los mismos ojos que Rei.

Yuki jadeó, cayendo de rodillas. Estaba de vuelta en la biblioteca. La vela ya se había apagado, pero no estaba solo.

Rei estaba en la puerta.

Lo observaba fijamente, inmóvil. En su rostro había algo quebrado. Como si estuviera presenciando el mismo recuerdo desde otra parte.

—¿Lo viste? —preguntó Rei, con voz ronca.

Yuki no respondió. Se incorporó con dificultad.

—¿Era… tú?

Rei bajó la mirada. En sus brazos, la piel se estaba agrietando. No de dolor físico, sino como si algo dentro quisiera salir.

—No lo recuerdo con claridad. Solo fragmentos. Voces. La sensación de haber dormido demasiado. Y... de haber amado a alguien, antes de todo esto. —Alzó los ojos. Estaban llorosos, pero sin lágrimas—. Creo que eras tú.

Yuki dio un paso al frente.

—Esa mujer… era idéntica a mí.

—Era tu antepasada. Una de las primeras en entrar en la casa. Ella... fue quien me encerró.

El silencio entre ambos fue como una presión invisible. La casa, incluso en quietud, parecía contener la respiración.

—Ella no quería matarte —susurró Yuki—. Quería protegerte. Pero algo salió mal. Lo que encerró no solo eras tú. También estaba él.

Rei se estremeció.

—Ershem...

Yuki asintió.

—Estaba allí también. Pero no del todo. Usó tu cuerpo como recipiente, lo alimentó con tu dolor, tu rabia, tu amor maldito.

Rei retrocedió un paso.

—Entonces... ¿yo soy él?

—No —dijo Yuki, con firmeza, acercándose más—. Tú eres Rei. Pero parte de ti está atrapada en esa prisión. Tu alma quedó dividida. Si logramos abrir ese ataúd… quizás podamos traerla de vuelta.

Rei temblaba. Sus pupilas parecían expandirse, como si luchara contra algo invisible.

—¿Y si al hacerlo lo liberamos también a él?

Yuki dudó. La respuesta era clara, pero brutal.

—Entonces tendremos que elegir. Salvarte… o destruirlo. Aunque eso implique perdernos a nosotros también.

Rei cerró los ojos, y de ellos cayó una lágrima negra. No de tristeza, sino de origen. Como si la casa misma llorara por su interior.

—Yuki... si me pierdo, no dudes. Haz lo que ella no pudo hacer.

Yuki se acercó, lo tomó del rostro y lo besó, breve, tembloroso, como si el contacto pudiera detener el tiempo.

—No pienso perderte, Rei. No otra vez.

Y en lo más profundo de la casa, el ataúd tembló.

Un susurro, apenas perceptible, cruzó las paredes:

“Despiértame…”