La ciudad, sumida en un silencio sepulcral y teñida de rojo, se extendía bajo el resplandor agonizante del atardecer. El sol descendía lentamente, cubriendo las ruinas con un brillo anaranjado que acentuaba las manchas de sangre esparcidas por las calles. No quedaba rastro de vida. Solo el eco del viento arrastrando cenizas y el peso de una tragedia inexplicable.
Sobre el asfalto frío de la carretera yacía inmóvil una figura. Era una mujer joven, de unos diecinueve años. Su rostro pálido contrastaba con el cabello rojizo, casi anaranjado, que le caía en mechones desordenados sobre la frente. Tenía múltiples heridas repartidas por el cuerpo y su ropa, desgarrada y sucia, evidenciaba que había estado envuelta en una pelea reciente, una lucha feroz que dejó marcas en su cuerpo y en su espíritu.
Sus párpados temblaron antes de entreabrirse. La vista, borrosa. El cuerpo, entumecido. Un dolor punzante le palpitaba en las sienes, mientras un zumbido sordo resonaba en sus oídos, envolviéndola en un silencio espeso y confuso. Cuando sus ojos, de un azul cielo apagado, lograron enfocar tenuemente, lo primero que percibió fue el resplandor anaranjado del atardecer, tiñendo las ruinas y proyectando sombras alargadas sobre el suelo resquebrajado.
Con esfuerzo, se incorporó apenas, buscando alivio en la nueva posición. Pero al bajar la vista, sus manos temblorosas captaron su atención. Manchadas de rojo. Pegajosas.
Un escalofrío le recorrió la espalda.
—¿Sangre?
El pánico se instaló en su pecho. Su respiración se volvió errática mientras levantaba la mirada, desorientada. Buscó en su entorno alguna respuesta, alguna pista que le explicara qué estaba pasando. Y entonces los vio.
A lo lejos, dos cuerpos inertes sobre el pavimento.
Su pulso se aceleró.
Con pasos vacilantes, se acercó. Su garganta se cerró al verlos de cerca, y un nudo de angustia se formó en su interior. Las lágrimas comenzaron a resbalar por sus mejillas antes de que pudiera comprender por qué.
Entonces, un sonido estridente rompió el silencio.
La alarma.
Despertó sobresaltada.
Su pecho subía y bajaba con rapidez. Su piel estaba fría y perlada de sudor. Miró a su alrededor. Su habitación. Su cama. Todo estaba en su lugar. Era solo un sueño.
Pero algo no encajaba.
¿Por qué sentía esa opresión en el pecho? ¿Por qué la imagen de aquellos cuerpos la hacía llorar? Y lo más inquietante... ¿quiénes eran?
Las preguntas se arremolinaban en su mente, pero el tiempo apremiaba. Pronto serían las ocho de la mañana y debía abrir la cafetería en la que trabajaba.
Se apresuró a darse una ducha rápida, se vistió y tomó un sándwich antes de salir. Justo cuando estaba por cruzar la puerta, su teléfono vibró en el bolsillo.
—¿Hola? ¿Qué paso Reize? —contestó, llevándose el móvil a la oreja.
—Arika, voy a llegar un poco tarde —la voz de Reize sonaba preocupada—. Hubo un accidente cerca de mi casa y el tráfico está detenido. ¿Puedes encargarte de abrir la cafetería?
—Sí, no hay problema —respondió mientras ajustaba su abrigo—. Pero dime la verdad... ¿seguro que es el tráfico? ¿No te quedaste dormida otra vez?
—¡Oye! —protestó su amiga—. Esta vez no fue así, te lo juro.
—Mmm… no sé, suena como algo que diría alguien que sí se quedó dormida.
—¡Es en serio! —insistió Reize—Cuando llegue, te enseñaré las pruebas y verás que no estoy mintiendo.
—Lo que tú digas, dormilona. — contesto Arika mientras agarraba su bolso y las llaves.
Reize bufó al otro lado de la línea, provocando que Arika no pueda evitar sonreír.
Arika colgó y salió a la calle. El aire de la mañana era frío y le golpeó el rostro de inmediato. Caminó con rapidez hacia la parada de autobús. La ciudad ya estaba en movimiento. Oficinistas, estudiantes y trabajadores se deslizaban por las aceras, ansiosos por comenzar su jornada.
Cuando el autobús llegó, subió y tomó asiento junto al pasillo. En la siguiente parada, más pasajeros abordaron, llenando rápidamente el vehículo. Fue entonces cuando notó a una anciana siendo empujada por la multitud.
Era una mujer de rostro surcado por arrugas finas y ojos grises, apagados pero amables. Su cabello, completamente blanco por la edad, estaba recogido en un moño suelto que dejaba escapar algunos mechones. Su figura delgada y encorvada hablaba de años vividos con esfuerzo, aunque aún conservaba cierta elegancia en sus gestos.
Sin dudarlo, se levantó y le cedió su asiento.
—Muchas gracias, querida —dijo la anciana con una sonrisa amable mientras se acomodaba con esfuerzo.
Arika le devolvió la sonrisa, pero algo llamó su atención. En la muñeca de la mujer había una pequeña herida. Parecía... ¿una mordida?
Frunció el ceño.
—Disculpe, ¿qué le pasó en la mano?
La anciana suspiró y miró su herida con resignación.
—Oh, esto... una tontería. Esta mañana, cuando salía de una tienda, vi a un joven tirado en un callejón. Pensé que estaba malherido, así que me acerqué a ayudarlo. Parecía muy desorientado... borracho, tal vez. Logré levantarlo, pero cuando empezó a recuperar la conciencia, de repente, me mordió la mano.
—¿La mordió? —repitió Arika, sintiendo un escalofrío recorrer su espalda.
—Sí, no con demasiada fuerza, pero lo suficiente para asustarme. Le grité, y él se tambaleó hacia atrás, con la mirada perdida. Luego pareció reaccionar por completo y se disculpó una y otra vez. Dijo que no sabía qué le había pasado.
Arika no supo qué responder. Algo en esa historia le resultaba... extraño.
Sin decir nada más, sacó de su bolso un pañuelo de color amarillo, adornado con finas líneas curvas que se entrelazaban a lo largo de la tela. En una de las esquinas, estaba tejido con delicadeza el contorno de una pequeña flor. Tomado la mano de la anciana lo ató con suavidad sobre la herida.
—Aquí, al menos para cubrirla un poco.
—Eres muy amable, querida. Ojalá hubiera más jóvenes como tú.
El autobús siguió su camino entre el tráfico. La anciana hablaba con calidez sobre temas triviales, pero Arika apenas la escuchaba. Su mirada seguía fija en el pañuelo, que ya mostraba una mancha roja en el centro.
Su pecho se oprimió.
Un frenazo repentino sacudió el autobús. Pasajeros murmuraron con molestia, pero Arika no prestó atención. Afuera, algo había detenido el tráfico.
Más adelante, una ambulancia se encontraba en medio de la calle. A su alrededor, una multitud observaba algo en el suelo.
O a alguien.
Un escalofrío le recorrió la espalda.
—Oh, qué desastre —susurró la anciana, mirando en la misma dirección—. Últimamente he visto demasiados accidentes...
El autobús retomó su marcha, alejándolas de la escena.
Arika intentó convencerse de que todo era una coincidencia. Que nada estaba fuera de lo normal. Después de todo, era la ciudad, no era tan extraño que hubiera tantos accidentes. Pero la imagen de aquella mordida y la historia del joven desorientado seguían rondando su mente.
Al llegar a su parada, se volvió hacia la anciana con una sonrisa amable.
—Será mejor que trate esa herida para evitar una infección.
—Lo haré, querida. Gracias por preocuparte.
Arika descendió del autobús. La ciudad seguía con su rutina habitual: el bullicio matutino, el aroma del pan recién horneado, el ir y venir de la gente. Todo parecía normal. Nada había cambiado.
No entendió por qué se había alarmado por un momento. Hoy sería un día normal, como cualquier otro.
Con ese pensamiento, se dirigió a la cafetería, que se encontraba a unas dos cuadras de la parada de autobús.
Pero ella no tenía idea de que la calma de esa mañana era solo una ilusión.