En el orfanato, los niños iban y venían, adoptados por familias que buscaban un hijo amable, risueño o, al menos, de buen parecer. La mayoría de ellos encontraban un hogar pronto, pero una pequeña niña siempre quedaba atrás. Ella era Arika.
Las parejas que se interesaban en ella, con una ligera chispa de esperanza en los ojos, rápidamente cambiaban de opinión al ver su expediente. Al principio, parecía que todo iba bien, pero después, al leer las palabras frías y despectivas, sus caras cambiaban.
—No tiene personalidad.
—Es como un cascarón vacío.
—No muestra emociones.
Pero no era que Arika no tuviera emociones… simplemente, no las conocía. Había aprendido a vivir en las sombras, a no esperar nada de nadie, a hacer desaparecer sus sentimientos, a cerrarse como una flor marchita para protegerse.
En la escuela, la situación no mejoró. Sus compañeros la ignoraban, y cuando la notaban, era solo para burlarse. Las palabras y risas crueles resonaban en sus oídos, pero Arika permanecía en silencio, como si las palabras no pudieran tocarla. A veces, incluso la molestaban, empujándola o dejándola fuera de los juegos.
Hasta que apareció Reize.
Aquel día, cuando un grupo de niños se burlaba de ella, una voz firme y decidida los interrumpió. La voz sonó como un rayo en medio del bullicio, clara y directa.
—Déjenla en paz —dijo Reize, cruzándose de brazos, con una mirada que desbordaba confianza—. Solo porque no hable ni se exprese no significa que no tenga sentimientos. Que no sea como ustedes no les da derecho a tratarla de esa manera. ¿O acaso se creen mejores molestando a alguien que no puede defenderse?
El silencio cayó sobre el grupo como una losa implacable, denso y cortante, dejando un vacío imposible de ignorar. Nadie se atrevió a replicar. Uno a uno, los niños se alejaron, la mofa y la burla desvaneciéndose en el aire. Ese fue el inicio de todo. Desde ese día, Arika ya no estuvo sola.
Con Reize, experimentó muchas emociones por primera vez. Alegría, tristeza, enojo. Y descubrió lo que era reír hasta que el estómago doliera, llorar en silencio por las noches, y sentirse comprendida, como si alguien finalmente pudiera ver más allá de su coraza.
Pasaron los años. Ya adolescentes, Arika y Reize pasaban horas en un campo cercano a la escuela, donde el sonido de la hierba meciéndose al viento y el cielo abierto les ofrecían un pequeño refugio.
Una tarde, bajo la sombra de un árbol, Arika rompió el silencio entre ellas.
—Me haré fuerte… Seré tan valiente como tú, y te protegeré también —dijo con una determinación que nunca antes había mostrado.
Reize sonrió, sin una pizca de duda en su rostro.
—Estaré esperando ansiosa por eso.
A partir de ese momento, Arika se dedicó a fortalecerse. No solo físicamente, sino mentalmente, porque comprendió que para defenderse en un mundo que parecía implacable, debía ser fuerte en todos los aspectos. Reize siempre estuvo allí, observando en silencio, sin forzarla, dándole espacio para crecer.
Pero el tiempo en el orfanato se acabó.
Un día, las encargadas reunieron a los mayores, con un tono grave en la voz, como si les dieran la noticia de un adiós esperado.
—No podemos seguir cuidándolos —dijeron con pesar—. Hay demasiados niños y pocos recursos. Además, ya tienen edad para valerse por sí mismos.
No hubo protestas. Nadie se rebeló. Así que, con una sonrisa fingida, aceptaron marcharse. Las despidieron con palabras de aliento, y, en sus manos, les entregaron algo de dinero, como si eso pudiera reemplazar años de abandono.
Las dos encontraron un sitio donde quedarse. Buscar trabajo fue difícil. La vida no fue fácil, pero, poco a poco, lograron estabilizarse. Sin embargo, la suerte de Reize cambió un día. La empresa donde trabajaba cerró de la noche a la mañana, sin previo aviso, dejando a todos los empleados sin empleo.
Justo en ese momento, en la cafetería donde Arika trabajaba, un compañero renunció.
—Puedes tomar su puesto —sugirió sin dudarlo.
Reize aceptó. Desde entonces, trabajaron juntas. No solo compartían el espacio de trabajo, sino también la carga de los recuerdos, las experiencias, y la complicidad que solo los lazos verdaderos pueden ofrecer.
Arika no supo cuánto tiempo había pasado desde aquel día en que Reize apareció en su vida. Había quedado atrapada en sus pensamientos hasta que, al alzar la vista, vio la cafetería frente a ella.
Entró por la puerta trasera, dejó sus cosas, limpió y organizó los insumos, como lo hacía todos los días. El olor del café recién hecho y la calidez del lugar la recibieron con los brazos abiertos.
Cuando todo estuvo listo, abrió la puerta principal. Los primeros clientes llegaron poco después. Al ser temprano, la mayoría solo pedía café para llevar y se iba de inmediato. Por lo que no le fue difícil atenderlos a todos sola.
A las nueve y media, Reize apareció.
El tintineo suave de la campanilla sobre la puerta de la cafetería marcó su llegada. Era una chica de cabello marrón, recogido parcialmente hacia atrás con un gancho sencillo, dejando caer algunos mechones sueltos a los lados de su rostro. Sus ojos, de un color café cálido, se iluminaron al ver a Arika. Llevaba ropa casual: una chaqueta ligera sobre una blusa clara y unas zapatillas blancas, cómodas para moverse
Jadeaba.
—Lo siento… el tráfico estaba imposible.
—¿Tan mal estaba?
Se apoyó en el mostrador, todavía recuperando el aliento.
—No tienes idea… Primero, el autobús no avanzaba ni un metro. Me bajé pensando que encontraría otro, pero nada, todo estaba detenido.
—¿Y entonces?
—Seguí caminando, pero era la misma historia en todas partes. Al final, tomé un atajo y corrí hasta aquí. —Se dejó caer en una silla y suspiró—. ¡Qué manera de empezar el día!
Sacó su teléfono y mostró algunas fotos del camino.
Demasiados incidentes en una sola mañana.
Arika apartó la mirada de la pantalla.
—Voy por agua —dijo con una carcajada—. Descansa un poco.
Reize asintió, aún recuperándose.
Pocos minutos después, Arika regresó con un vaso de agua y se lo tendió. Reize lo tomó con una sonrisa agradecida y bebió con lentitud. Una vez que recuperó el aliento y el color en el rostro, se levantó con calma.
—Voy a cambiarme —dijo, antes de alejarse hacia el baño.
Mientras tanto, Arika se quedó detrás del mostrador, esperando a los próximos clientes, ya que la cafetería estaba prácticamente vacía.
El día siguió su curso.
Poco después, una señora y su hija pequeña entraron en la cafetería.
La mujer, que no parecía tener más de cuarenta años, tenía una belleza serena y elegante. Su piel bronceada lucía suave y cuidada, resaltando con naturalidad bajo la luz tenue del local. Su cabello castaño, con destellos cálidos, estaba recogido en un moño bajo y pulcro, sostenido con una discreta pinza dorada que dejaba escapar algunos mechones sueltos alrededor del rostro, suavizando sus rasgos. Sus ojos, de un verde intenso y expresivo, transmitían calidez y una tranquilidad reconfortante. Vestía un conjunto elegante y bien combinado: una blusa marfil de tela ligera, con delicados bordados en las mangas, acompañada de una falda lápiz en tono vino que acentuaba su porte refinado. Completaba su atuendo con unos zapatos de tacón bajo en tono nude y un bolso de cuero oscuro que descansaba a su lado con discreción. Su presencia desprendía un equilibrio perfecto entre sobriedad y distinción.
A su lado, la niña, de unos nueve años, sostenía su mano con entusiasmo. Su piel clara resaltaba con delicadeza bajo la suave luz del local, mientras su largo cabello rubio, ondulado y cuidadosamente peinado, caía en suaves rizos definidos hasta la mitad de la espalda, reflejando destellos dorados con cada movimiento. Sus ojos, de un tono café cálido y profundo, destilaban una alegría contagiosa que iluminaba su rostro. Llevaba un vestido rosa pastel de falda amplia que rozaba sus rodillas, adornado con pequeños bordados de flores blancas que recorrían el dobladillo y subían sutilmente por el corpiño. Una cinta de satén, del mismo tono rosa, se ceñía a su cintura, formando un lazo elegante en la parte trasera. Sus zapatos, unas bailarinas blancas de charol con un pequeño moño de tela en la punta, brillaban pulcros y relucientes, como recién estrenados, completando su aspecto delicado y festivo.
Arika se acercó a ellas con una sonrisa amable y las condujo a una mesa cercana a la ventana. La señora se acomodó con elegancia en la silla, cruzando las piernas con naturalidad, mientras la pequeña, sin soltar la mano de su madre, se sentaba frente a ella, moviéndose con una mezcla de emoción y curiosidad. Apenas se acomodaron, ambas pidieron un pastel, y la niña no podía ocultar su entusiasmo. Cuando la señora, con un tono suave y orgulloso, mencionó que era el cumpleaños de su hija, Arika sonrió con calidez.
—Es su cumpleaños —explicó la mujer, acariciando con cariño la mano de la niña.
—¡Oh, qué ocasión tan especial! —exclamó Arika con entusiasmo sincero, inclinándose un poco hacia la pequeña—. Tenemos varios pasteles deliciosos, pero si te gusta la fresa, justo hoy tenemos uno muy bonito y esponjoso. Tiene crema suave y fresas frescas encima. ¿Te gustaría ese?
Los ojos de la niña se iluminaron como dos chispas y, sin decir palabra, giró la mirada hacia su madre, buscando su aprobación con un leve movimiento de cabeza. La señora, con una expresión llena de ternura, asintió con una sonrisa.
—¿Ese quieres, cariño?
La niña asintió con entusiasmo, su cabello rubio y ondulado balanceándose suavemente con el movimiento.
—¡Perfecto! —respondió Arika con una sonrisa amplia—. Entonces, iré por el pastel más bonito para la cumpleañera. Además, puedo escribir tu nombre en él. ¿Cómo te llamas?
Con timidez, la niña murmuró su nombre, y su madre lo repitió con suavidad para asegurarse de que Arika lo captara bien: Althea.
Con paso ágil, Arika fue a la vitrina, eligió el pastel y, con sumo cuidado, escribió su nombre en chocolate: Althea. Sin embargo, al ver las letras formarse bajo su mano, algo en su pecho se tensó. Ese nombre… le resultaba inquietantemente familiar. Frunció levemente el ceño, intentando ubicar en su memoria de dónde lo conocía, pero la respuesta no acudió. Sacudió la cabeza para apartar la sensación, colocó una pequeña vela en el centro del pastel y volvió a la mesa con una sonrisa.
—¡Feliz cumpleaños, Althea!
Dejó el pastel frente a la niña y se incorporó junto a ellas para entonar el Feliz Cumpleaños.
A pesar de la alegría del momento, aquella extraña sensación no desaparecía del todo del pecho de Arika.
Luego de eso la señora pidió a Arika que le trajera un té y para su hija un helado. Arika asintió y volvió al mostrador a preparar la orden.
Mientras tanto, en el almacén, Reize terminaba de revisar los productos y salió estirándose perezosamente.
—¿Qué pasa? —preguntó al ver a Arika guardar unas velas de cumpleaños.
—Es el cumpleaños de una niña —respondió con una sonrisa, señalando discretamente a Althea, que probaba su pastel con evidente deleite.
Reize sonrió al ver la escena.
—Sería lindo darle helado de fresa también—dijo viendo a Arika que sacaba un vaso grande para helado.
Arika negó con suavidad.
—No tenemos de fresa. Solo chocolate y vainilla.
Reize frunció el ceño, pensativa.
—Espera… creo que en el almacén dejé un bote hace unos días.
Sin decir más, se giró y regresó al almacén. Mientras tanto, Arika dejó el vaso del helado a un lado y comenzó a preparar el té. Al terminarlo, se dio cuenta de que un nuevo cliente había llegado, tomando una de las mesas cercanas a la entrada. Se acercó con amabilidad y tomó su orden.
—Buenos días, que le puedo ofrecer.
—Un café y una tarta de manzana —pidió el joven con voz serena y educada.
Arika volvió al mostrador y con eficiencia preparó el pedido. Cuando Reize regresó con el helado de fresa en la mano, se detuvo un instante junto a Arika, recorriendo el local con la mirada hasta que sus ojos se posaron en el hombre de traje.
—Oye… el joven de la mesa, ¿te pidió eso? —preguntó con un tono curioso, entregándole el bote de helado a Arika.
—Sí —asintió Arika, sin darle demasiada importancia, y colocando el helado del bote en el vaso.
Reize entrecerró los ojos, como evaluándolo a la distancia.
—Mmm… parece alto. Por el traje, diría que es un oficinista. Aunque desde aquí solo lo vea de espaldas, su postura me hace pensar que tiene buen aspecto. ¿Cómo es? —preguntó Reize con curiosidad, entornando los ojos hacia la mesa.
Arika parpadeó, recordando solo el breve vistazo que le había dado mientras atendía.
—Es… bastante atractivo —admitió, con una sonrisa apenas disimulada.