CAPÍTULO 4: Ecos en un Mundo Caído (4)

El joven caminaba con paso rápido hacia su lugar de trabajo tras salir de la cafetería. Justo cuando su teléfono comenzó a sonar, lo sacó del bolsillo y lo llevó al oído.

—Director, ¿dónde se encuentra? Está tardando demasiado —dijo la voz preocupada de su secretario al otro lado de la línea.

El joven aflojó levemente la corbata con un movimiento mecánico, como si el nudo comenzara a asfixiarlo. Su respuesta, sin embargo, fue calmada, casi indiferente.

—Estoy cerca. Prepárame una muda de ropa.

Hubo un breve silencio al otro lado de la línea, lo bastante largo como para que su secretario intentara procesar la petición.

—¿Ropa? ¿Pasó algo?

El joven soltó un suspiro cansado y, con un deje de fastidio, respondió mientras sus dedos rozaban el borde de la mancha aún húmeda en su camisa.

—Alguien me derramó café encima.

Hubo un breve silencio, pero esta vez fue seguido por una carcajada abierta, cálida y despreocupada.

—¿Alguien se atrevió a hacerle eso al gran director?

Él cerró los ojos un instante, conteniendo el impulso de fruncir el ceño.

—Solo haz lo que te pedí —murmuró con resignación.

Después de un intercambio breve y algunas bromas, colgó la llamada guardando su teléfono. Fue entonces cuando algo lo sacudió. Su ceño se frunció, su cuerpo se tensó de forma casi imperceptible. Sus dedos se hundieron en el bolsillo vacío y una incomodidad sorda se instaló en su pecho. Revisó el otro bolsillo con rapidez, pero no encontró lo que buscaba.

Maldición.

Una mueca de frustración se dibujó en su rostro al darse cuenta de que había dejado la tarjeta de su secretario olvidada en la cafetería. Chasqueó la lengua, molesto consigo mismo. Sin perder tiempo, giró sobre sus talones con un movimiento decidido para regresar por ella, su silueta elegante recortándose contra la calle bulliciosa.

Justo cuando estaba a unos metros del establecimiento, un estruendo profundo y seco sacudió el aire, vibrando en sus huesos como un rugido distante que hacía temblar la tierra misma. Se detuvo en seco, su aliento quedándose atrapado en su garganta. Durante un instante que pareció eterno, sus sentidos se agudizaron y cada fibra de su cuerpo se tensó. Una columna de humo negro se elevó rápidamente desde una calle cercana, alzándose hacia el cielo como un presagio oscuro.

Antes de que pudiera procesarlo, los gritos comenzaron.

Un coro de alaridos desgarradores llenó las calles, desgarrando la calma con una violencia que le erizó la piel. Su mirada se oscureció y giró con rapidez hacia la fuente del caos. Las personas, antes ocupadas en sus rutinas cotidianas, ahora corrían descontroladas en todas direcciones. Algunos tropezaban, otros se empujaban brutalmente sin mirar atrás, como si una sombra invisible los devorara.

Desde la cafetería, Arika y Reize también lo habían oído. Se miraron con inquietud antes de salir apresuradamente a la calle.

 

—¡Corran! ¡Corran! —gritó un hombre con el rostro desencajado, empujando sin piedad a cualquiera que se interpusiera en su camino.

El joven alzó un brazo y logró detener a uno de los que huían. Su agarre fue firme, autoritario.

—¿Qué está pasando? —preguntó con la voz baja y controlada, pero con un filo de urgencia que no pudo ocultar.

El desconocido lo miró con los ojos desorbitados y el rostro cubierto de un sudor frío. Su aliento era entrecortado y su cuerpo temblaba sin control.

—Las…las personas… —balbuceó con un hilo de voz— se están… se están comiendo entre ellas…

Un escalofrío le recorrió la columna como una corriente eléctrica. Soltó al hombre de golpe y giró con rapidez, viendo a Arika y Reize frente a la cafetería. Ellas también habían oído los gritos y ahora estaban de pie, inmóviles, con el desconcierto pintado en el rostro. Su pecho se tensó y sin pensarlo dos veces corrió hacia ellas, con pasos firmes y decididos.

Las tomó de la muñeca con fuerza y tiró de ambas hacia el interior del local.

—¡Entren ahora! —ordenó con una voz que no admitía réplica.

Las tres figuras se deslizaron dentro y tan pronto cruzaron la puerta, él la cerró de golpe, echando el seguro con manos temblorosas. Por un instante, el mundo pareció detenerse. Solo quedaba el sonido entrecortado de sus respiraciones agitadas, rebotando en las paredes de la cafetería.

El joven apoyó la espalda contra la puerta y dejó caer la cabeza hacia atrás, exhalando con fuerza, intentando controlar la avalancha de adrenalina que le sacudía el cuerpo. Arika y Reize lo observaban con los ceños fruncidos, la confusión claramente reflejada en sus ojos.

—¿Qué rayos te pasa? —reclamó Reize, su voz tensa y cargada de incredulidad.

Él levantó la mirada lentamente. Su rostro, siempre compuesto y sereno, ahora estaba sombrío, endurecido por la gravedad de lo que acababa de presenciar.

—Algo no está bien…

Fuera del local, los gritos seguían resonando en la distancia. Y con cada segundo que pasaba, se acercaban más.

El joven inhaló profundamente, tratando de calmar los latidos desenfrenados de su corazón. Se pasó una mano por el cabello, despeinándolo un poco, y se obligó a enfocarse. No podía dejarse llevar por el pánico.

Se acercó lentamente a la ventana y echó un vistazo afuera.

Lo que vio le revolvió las entrañas.

A solo unos metros, una mujer yacía en el suelo, sus piernas aún convulsionándose débilmente. Sobre ella, una figura se inclinaba, hundiendo el rostro en su abdomen. No estaba robándola. Era algo más espantoso. Estaba desgarrando su carne con los dientes, masticando con una ferocidad inhumana. La sangre salpicaba la acera, formando charcos oscuros que parecían tragarse la luz.

Arika y Reize, que se habían acercado detrás suyo, quedaron petrificadas al ver la escena.

—Dios mío… —murmuró Reize, llevándose las manos temblorosas a la boca. Su rostro perdió todo color y sus labios temblaron sin poder contener el miedo.

Arika, normalmente serena y controlada, sintió que las fuerzas le abandonaban. Un nudo seco se formó en su garganta y sus piernas cedieron levemente mientras retrocedía un paso.

El joven apartó bruscamente la mirada de la ventana y, con movimientos rápidos y torpes, bajó las persianas de golpe.

—¡No se queden ahí! ¡Cierren todas las puertas y asegúrense de que nada pueda entrar! —su voz resonó con una autoridad que logró sacudirlas del estupor.

Aunque aún aturdidas, Arika y Reize reaccionaron ante la firmeza de su tono. Se apresuraron a cerrar cada entrada, asegurando las puertas y bloqueando incluso las salidas secundarias con cualquier cosa que tuvieran a mano.

Mientras ellas trabajaban, él sacó su teléfono con manos aún inestables y marcó el número de su secretario. El tono sonó dos veces antes de que la familiar voz despreocupada contestara:

—Director, ¿qué pasa? ¿Por qué no llega todavía?

—Escúchame con atención —su voz, esta vez, fue un susurro urgente—. No importa dónde estés ahora, busca un refugio de inmediato. Si no encuentras uno, ven hacia mi ubicación lo más rápido posible.

—¿Eh? ¿De qué hablas?

—No hagas preguntas. Solo haz lo que te digo. Algo terrible está pasando en la ciudad.

El silencio que siguió fue tenso, denso como una losa.

—Director… está bromeando, ¿verdad?

Antes de que pudiera responder, un estruendo sordo retumbó desde el otro lado de la línea. Después, un grito, agudo y desgarrador, lo atravesó como una aguja helada. Y entonces… la llamada se cortó.

Se quedó inmóvil, con la pantalla oscura del teléfono reflejando su expresión endurecida y su pulso martilleando sin piedad. Con un nudo en el estómago, envió apresuradamente su ubicación por mensaje, aunque sabía en el fondo que probablemente nunca sería recibido.

Arika y Reize regresaron al mostrador con las mejillas encendidas y la respiración entrecortada.

—Cerramos todo. No hay forma de que algo entre —informó Arika, aunque su voz reflejaba más preocupación que alivio.

El joven asintió apenas, los músculos de su mandíbula tensándose. Antes de que pudiera pronunciar una palabra más, los gritos en la calle se intensificaron brutalmente.

La desesperación de la gente era palpable.

—¡Por favor, ayúdenme!

—¡No… no! ¡Aléjense de mí!

—¡Dios, no quiero morir!

Los alaridos de terror llenaban el aire, mezclándose con sonidos indescriptibles: pasos frenéticos, golpes contra puertas, sollozos y el escalofriante sonido de carne siendo desgarrada.

Reize tragó saliva con dificultad y lo miró con desesperación.

—Tenemos que ayudar a la gente —dijo, su voz quebrada pero decidida.

—No —él negó con la cabeza de inmediato, su mirada fría.

—¡Pero!

—¡No podemos! —la interrumpió con una firmeza implacable—. Sé que suena egoísta, pero ya hay demasiados de esos… monstruos afuera. Si uno entra, todo se acaba. No podemos arriesgarnos.

Sus palabras cayeron como un peso sobre sus espaldas. Reize apretó los puños con impotencia, mientras Arika permanecía en silencio, presionando sus labios con fuerza.

Afuera, el caos continuaba. La sangre teñía las calles, la gente caía y no se levantaba. Los tres cerraron los ojos, cubriéndose los oídos con las manos mientras intentaban bloquear los gritos, las súplicas, las escenas inimaginables.

Y entonces, como si el mundo contuviera el aliento…

Silencio.

Un vacío gélido se apoderó del ambiente. Arika se estremeció y Reize susurró con un hilo de voz tembloroso:

—¿Se… se han ido?

Nadie respondió. Porque en lo más profundo de su ser, los tres sabían la verdad.

Ese silencio no era un respiro.

Era la calma antes de la tormenta.