CAPÍTULO 6: Ecos en un Mundo Caído

En la oficina principal de la empresa, el joven secretario esperaba de pie, con una muda de ropa cuidadosamente doblada entre los brazos. Tenía poco más de veinte años, el cabello castaño peinado con pulcritud, y unos ojos color café que parecían siempre atentos. Su piel era clara, su rostro atractivo y destacaba un pequeño lunar justo debajo del ojo izquierdo, detalle que muchas no dejaban de notar. Alto, elegante y de porte sobrio, vestía un traje bien ajustado que resaltaba su figura estilizada.

A unos pasos de él, dos empleadas cuchicheaban entre risas mientras lo observaban disimuladamente desde sus escritorios.

—Es demasiado guapo para ser real —susurró una de ellas, conteniendo una sonrisa.

Él escuchó el comentario con claridad. Aunque intentó fingir que no, un leve rubor le subió al rostro y desvió la mirada hacia el reloj en la pared. El director estaba tardando más de lo habitual.

Justo entonces, sintió su celular vibrar en el bolsillo interior de su saco. Lo sacó con rapidez y al ver el nombre en la pantalla, respondió de inmediato.

—Director, ¿qué pasa? ¿Por qué no llega todavía? —preguntó en cuanto contestó.

La voz al otro lado de la línea sonaba agitada, casi desesperada.

—Escúchame con atención —dijo el director, con la respiración entrecortada—. No importa dónde estés ahora, busca un refugio de inmediato. Si no encuentras uno, ven hacia mi ubicación lo más rápido posible.

El secretario frunció el ceño.

—¿Eh? ¿De qué hablas?

— No hagas preguntas. Solo haz lo que te digo. Algo terrible está pasando en la ciudad.

El secretario soltó una risa nerviosa.

—Director… está bromeando, ¿verdad?

Pero el silencio al otro lado de la línea le erizó la piel.

Antes de que pudiera insistir, un estruendo sacudió el edificio.

Los gritos comenzaron.

Y el caos estalló a su alrededor.

Personas comenzaron a correr en todas direcciones. En el alboroto, alguien lo empujó y su celular cayó al suelo. Maldijo por lo bajo y se apresuró a recogerlo. Sin embargo, al levantar la mirada, su cuerpo se paralizó.

Una escena aterradora se desplegaba ante sus ojos.

Su colega, una joven con la que todas las mañanas intercambiaba saludos y con quien ocasionalmente compartía un descanso, estaba siendo devorada por otro empleado. La sangre manchaba el suelo y los gemidos de dolor de la chica pronto se transformaron en un silencio mortal.

Un instinto primario se apoderó de él. Salió corriendo sin mirar atrás. Sabía que no podía hacer nada por ella.

Intentó subir al piso de arriba por las escaleras, pero se detuvo en seco al ver más de esas criaturas bajando, tambaleándose con movimientos erráticos. El pánico lo hizo cambiar de dirección y corrió hacia el estacionamiento.

Al llegar, se encontró con más de esos seres merodeando entre los autos. Sus ojos buscaron desesperadamente un escondite hasta que vio la pequeña cabina donde trabajaba el vigilante. Se apresuró a entrar y cerró la puerta tras de sí, respirando con dificultad.

Su mente iba a mil por hora. No entendía la situación.

¿Qué demonios estaba pasando?

Tembloroso, se asomó por la ventana. Esas criaturas… no había duda. Parecían zombis, como en las películas. Pero esto era real.

Los vio acercarse poco a poco. Se agachó de inmediato y se ocultó bajo la mesa, conteniendo la respiración. Sacó su celular. Estaba apagado. Lo intentó encender varias veces, pero no respondía.

Cuando ya estaba a punto de rendirse, la pantalla finalmente se iluminó.

Un mensaje del director apareció en la pantalla:

"Si logras sobrevivir y no encuentras refugio, ven a mi ubicación."

Debajo del mensaje, un mapa mostraba su localización actual.

Entonces lo recordó. Antes de salir de la oficina, el director había tenido una reunión particularmente tensa. Fue como un verdadero campo de batalla. Estaba de mal humor. Siempre que se sentía así, tenía una costumbre: iba a una pequeña cafetería cerca de la oficina. Era su refugio personal, el único lugar donde lograba relajarse. Decía que el café que servían ahí le recordaba al que preparaba su madre.

Pero seguramente esa cafetería estaba cerrada. Por eso había terminado yendo a otra, la que ahora aparecía marcada en el mapa.

Tal vez el café o la comida no le habían gustado. Probablemente había empezado a quejarse, como solía hacer. El secretario no se sorprendía: ya había pasado antes, como aquella vez en que casi hicieron cerrar un restaurante solo porque el té estaba tibio.

Tal vez por eso le tiraron el café encima.

—Me pregunto quién tuvo tal valentía… con lo intimidante que puede ser el director —pensó, y una breve risa incrédula le brotó de los labios. Pero la risa murió al instante, tragada por el silencio asfixiante de su entorno.

Sacudió la cabeza, apartando esos pensamientos inútiles, y se asomó por la ventana. Afuera, el mundo ya no era el mismo. Las criaturas caminaban sin rumbo, tambaleándose como si la rabia inicial se les hubiera agotado, pero con esa amenaza latente aún presente en cada movimiento torpe. Ya no había gritos, ni bocinas, ni pasos humanos. Solo el sonido de pies arrastrándose y algún que otro vidrio crujiendo a lo lejos.

Se volvió a esconder y prendió su celular. Dudó un segundo, pero comenzó a escribir:

"Recibí tu mensaje. Estoy intentando llegar. ¿Estás bien?"

Presionó "enviar".

La barra de señal titiló una vez.

Después, desapareció por completo.

"Mensaje no enviado."

—No puede ser… —susurró.

Volvió a mirar el mapa. La ubicación del director seguía allí, firme. Era su único norte. Guardó el celular con cuidado, sabiendo que tendría que moverse.

Se asomo nuevamente y esperó pacientemente la mínima oportunidad para salir, midiendo cada segundo como si colgara de un hilo invisible. Y cuando al fin creyó que era el momento, abrió la puerta con extrema precaución y comenzó a avanzar hacia su auto, pegado a la pared, cuidando cada paso.

Estaba a solo unos metros cuando, sin darse cuenta, pisó un pedazo de vidrio roto. El crujido fue leve, insignificante en otro contexto, pero en medio de ese silencio denso sonó como una explosión.

Las criaturas se detuvieron en seco, giraron las cabezas con ese movimiento inhumano que helaba la sangre, y lo miraron.

Sus cuerpos se tensaron al unísono, como si compartieran una conciencia hambrienta que acababa de oler presa viva.

Sintió un escalofrío recorrerle la espalda y corrió. Corrió con toda la adrenalina que su cuerpo le permitió, sin pensar en nada más que llegar al auto. Abrió la puerta, se lanzó dentro y giró la llave con desesperación. El motor rugió, pero el vehículo no se movía.

Miró por el retrovisor, con el corazón en la garganta: una llanta estaba desinflada.

—Maldición... —murmuró, frunciendo el ceño.

Su mirada se alzó de inmediato, recorriendo el estacionamiento con desesperación, hasta que lo vio. Al otro extremo, como un faro en medio del caos, estaba el auto del director. Por un instante, una chispa de esperanza se encendió dentro de él. Tal vez todavía tenía una oportunidad.

Pero entonces, la duda lo golpeó.

—¿Y las llaves? —pensó con un nudo en el estómago.

Bajó la cabeza con resignación, preparado para descartar la idea… y fue entonces cuando las vio. Ahí estaban, descansando en el asiento del copiloto, brillando bajo la tenue luz, como si lo hubieran estado esperando.

Claro… tenía sentido. Esa mañana, el director le había pedido que estacionara su coche para la reunión, y él había olvidado devolverle las llaves.

No dudó. Presionó el botón de alarma de su propio vehículo. El estruendo metálico del sistema de seguridad rompió el silencio del lugar, haciendo eco entre los muros como un grito. Las criaturas reaccionaron al instante, girando sus cuerpos en dirección al ruido y avanzando con torpeza pero con clara intención.

Sin perder un segundo, corrió hacia el otro auto. Llegó justo cuando los zombis empezaban a virar nuevamente. Abrió la puerta del conductor, se lanzó dentro, encendió el motor y pisó el acelerador. El vehículo respondió al instante, y apenas lo hizo, sintió los cuerpos estrellarse contra el capó y el parabrisas con golpes secos. No se detuvo. No podía.

Condujo a toda velocidad, con los nudillos blancos en el volante, sin atreverse a mirar por el retrovisor. La cafetería marcada en el mapa no estaba lejos, apenas a unas cuadras. Pero cuando giró en la última esquina, tuvo que frenar de golpe.

El camino estaba bloqueado. Autos volcados, escombros, restos de un derrumbe impedían el paso.

—Perfecto… —murmuró al ver el camino bloqueado, y soltó una risa amarga—. ¿Qué otra cosa podría salir mal?

Fue entonces cuando lo oyó: un gruñido seco, gutural, demasiado cerca. Alzó la mirada y los vio. Un grupo de infectados se acercaba desde la calle contigua, tambaleándose con esa urgencia torpe que helaba la sangre.

—Genial… —susurró, y bajó la cabeza con resignación—. La próxima debería quedarme callado.

Miró el auto por última vez y, al girar para correr, murmuró entre dientes:

—Perdóneme, director… cuando esto termine, le compro otro igual o incluso uno mejor.

Sin mirar atrás, echó a correr. Con el corazón desbocado, giró sobre sí mismo, buscando algo, cualquier cosa que pudiera usar como refugio, hasta que lo vio. Una tienda de herramientas con la puerta entreabierta y rejas en las ventanas. No lo pensó. Corrió directo hacia ella, empujó la puerta y entró, cerrándola de golpe tras de sí. Aseguró los pestillos con manos temblorosas, sintiendo cada segundo como una eternidad.

Solo entonces se permitió respirar.

Pero no bajó la guardia. Sacó el celular del bolsillo, encendió la linterna y, con pasos silenciosos, comenzó a revisar cada rincón. Avanzaba entre estantes polvorientos y pasillos estrechos, atento a cualquier sonido. La tienda parecía vacía. Todo indicaba que los dueños habían huido con prisa. Había cajas abiertas, herramientas esparcidas por el suelo, una silla volcada… No era desorden de saqueo, sino huida precipitada, llena de pánico.

Solo cuando confirmó que no había peligro inmediato, se dejó caer detrás del mostrador. Sintió cómo el peso del día, el miedo y el agotamiento lo aplastaban de golpe. Cerró los ojos unos segundos, respirando con dificultad, aferrado al tenue calor de su propia existencia. Por ahora, estaba a salvo.

Pasaron varios minutos. El silencio era casi absoluto, interrumpido solo por algún crujido lejano o su propia respiración. Fue entonces cuando su estómago gruñó. Apenas había desayunado. Había pasado toda la mañana al lado del director y, justo cuando por fin podía ir a almorzar, tuvo que quedarse esperándolo… y después, todo se había desmoronado.

Comenzó a buscar con desesperación en los estantes, detrás del mostrador, en los cajones. Finalmente, encontró una botella de bebida tibia, dos galletas quebradas y un chocolate medio derretido. No era mucho, pero era todo lo que tenía.

Se dejó caer otra vez, sentándose con la espalda contra la pared, la linterna apuntando al techo y los pensamientos dando vueltas sin descanso. No sabía cuánto tiempo tendría que quedarse en ese lugar, ni si lograría salir con vida. Lo único claro era que, si esas cosas no lo mataban primero… el hambre lo haría.