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Poco después de que llegara el turno de Raymond y Valentina, nadie les prestaba atención.
Sin embargo, en el momento en que Raymond sacó su tarjeta, el ambiente en la sala de subastas cambió.
Silencio.
Fue abrupto, antinatural, como si las propias paredes contuvieran la respiración.
Cada movimiento se detuvo, cada susurro murió, cada mirada se fijó en el pequeño e insignificante trozo de plástico en la mano de Raymond.
Una tarjeta roja.
Solo roja—sin marcas, sin símbolos, sin niveles.
Y sin embargo...
Sin decir palabra, los guardias de seguridad se enderezaron, sus expresiones transformándose en algo peligrosamente cercano a la reverencia.
Uno de ellos, un hombre mayor con años de experiencia tratando con las personas más adineradas del mundo, inclinó ligeramente la cabeza antes de hacer una señal a otro guardia.
—Por aquí, señor.
Su voz no mostraba vacilación. Sin cuestionamientos.