—¿No tienes que ir a trabajar? —preguntó Melanie, deteniéndose frente a la puerta. Su mirada aguda se dirigió hacia Adam, quien estaba desparramado en el sofá como si no tuviera ninguna preocupación en el mundo. Probablemente no la tenía. Un brazo descansaba perezosamente sobre el respaldo, mientras el otro hurgaba en un tazón de palomitas. Casi gimió ante la escena.
En los cinco días que habían vivido juntos, Melanie había aprendido dos cosas muy importantes sobre Adam.
Primero: era un maniático de la limpieza. A pesar de su actual postura relajada, pareciendo como si nunca fuera a moverse de ese lugar y quedara pegado a él, tenía la costumbre de limpiar después de sí mismo y después de ella. Lo había sorprendido limpiando las encimeras de la cocina tres veces en una sola noche, y Dios no permitiera que dejara un vaso en el fregadero para más tarde —lo habría lavado, secado y guardado antes de que ella se diera cuenta.