La pregunta golpeó a Ana como un rayo de electricidad, tensando su cuerpo. Se arrancó de los brazos de Agustín y retrocedió frenéticamente.
—Yo... estoy bien —soltó, traicionando su evidente incomodidad.
Los ojos de Agustín se entrecerraron, poco convencido. ¿Bien? Parecía todo menos bien. Cada movimiento gritaba inquietud, cada mirada lo evitaba como si él fuera la fuente de algo que ella no podía manejar.
Antes de que pudiera insistir, Ana giró y huyó.
Corrió hacia el dormitorio, cerrando la puerta de golpe tras ella. Apoyándose contra la puerta, cerró los ojos con fuerza, su respiración acelerada e irregular. Se mordió el labio con fuerza, como intentando contener el desorden de emociones que giraban dentro de ella.
—¿Qué me pasa? —susurró, presionando las palmas contra sus mejillas ardientes.
Su corazón seguía acelerado, la sensación fantasma del calor de Agustín persistía en su piel. Su aroma, tan embriagador, aún se aferraba a sus sentidos. Era enloquecedor.