El cuerpo de Gabriel se desplomó en la silla como si la fuerza hubiera abandonado sus huesos. Su mano instintivamente se aferró a su pecho, tratando de calmar la repentina tormenta que rugía dentro de él.
Ese secreto—enterrado tan profundo que casi se había convencido a sí mismo de que nunca sucedió—ahora estaba al descubierto. Y golpeó como un puñetazo al estómago.
Sus ojos se fijaron en los de Dimitri, abiertos con incredulidad. —¿Por qué ahora? —gruñó—. Prometiste... Juraste que nunca hablarías de ello.
—Tú mismo te lo buscaste —la voz de Dimitri resonó en la habitación silenciosa, dura e inquebrantable—. Tu crueldad... tu temperamento... te costó tu propia hija. No finjas olvidarlo. Fuiste tú quien vino arrastrándose a mí, suplicando ayuda. ¿También has enterrado esa noche?
El color desapareció del rostro de Gabriel, y los recuerdos que había luchado por suprimir regresaron con brutal claridad.