Una amenaza seria.

Ana permaneció inmóvil, su pecho subiendo y bajando con respiraciones superficiales y temblorosas. Las palabras de Tania se adherían a su piel como la escarcha, helándola hasta los huesos. Su mente daba vueltas. Mentiras. Tenían que ser mentiras. Y sin embargo, había algo en el tono de Tania, su certeza, que hizo que el corazón de Ana se retorciera de duda.

—No —susurró Ana, sacudiendo la cabeza.

—¿No me crees? —se burló Tania, sus ojos brillando con maliciosa diversión—. Ve y pregúntale a Agustín tú misma. Mira qué te dice.

Ana apretó los dientes. Quería gritar, llorar, pero en su lugar, enderezó la espalda y mantuvo la cabeza alta.

—No me importan las historias retorcidas que inventes —dijo entre dientes—. Ya sea que su familia nos acepte o no, no importa. No necesito su aprobación. Agustín y yo somos suficientes el uno para el otro.