Ana no discutió con él esta vez. Ahora podía verlo: su enojo venía del miedo. —Lo siento también... por hacerte preocupar. La próxima vez, si algo se siente extraño, te llamaré primero.
Esa pequeña promesa aflojó la tensión en los hombros de Agustín. Exhaló. Luego una leve sonrisa apareció, y extendió la mano, rozando suavemente sus dedos contra la mejilla de ella.
—No tienes idea de lo asustado que estaba cuando escuché que algo te había pasado —murmuró—. Quería dejarlo todo y simplemente volar hacia ti.
Lo que no dijo fue cómo había pasado semáforos en rojo, ignorado cada regla de tráfico, solo para llegar más rápido.
Ana parpadeó, conmovida por sus palabras. Pero luego su expresión cambió, la sospecha apareció en sus ojos.
—Espera... ¿cómo sabías que estaba en el hotel? ¿Quién te lo dijo? —inclinó la cabeza, entrecerrando los ojos—. ¿Estás... vigilándome?
Agustín se quedó helado. Un escalofrío recorrió su nuca. Maldición.