La noche de embriaguez

Para cuando Ana llevó a Agustín a la cama, él estaba un poco más lúcido —todavía aturdido, aún con los miembros pesados, pero no completamente perdido. Ella le cubrió los hombros con una manta mientras él se hundía en el colchón.

—Lo siento —murmuró él. Sus ojos estaban fijos en ella —cansados, vidriosos, pero llenos de algo crudo. Su garganta se movió al tragar—. Por favor, perdóname.

Entonces extendió la mano hacia ella. Sus dedos rozaron su mejilla.

—Te perdono —dijo ella—. Ahora deja de hablar. Es muy tarde. —Se movió hacia el otro lado de la cama y se deslizó junto a él.

Los brazos de él la encontraron bajo las sábanas, atrayéndola contra su pecho. Ella se acurrucó cerca, apoyando su cabeza justo encima de su corazón.

Durante un rato, permanecieron en silencio. Pero luego, en la oscuridad silenciosa, los dedos de él trazaron la línea de su cintura.

Ana se movió ligeramente para mirarlo. —Estás agotado. Deberías dormir.