El eco de la explosión se desvaneció, dejando un silencio peligroso.
—Tenemos que irnos —dijo Elara, dirigiéndose hacia las cuevas.
Pero su padre la agarró del brazo.
—Espera —olisqueó el aire, con expresión desconcertada—. Eso no era acónito.
—¿Qué?
—El acónito tiene un olor peculiar cuando se quema. Dulce, como flores podridas —sacudió la cabeza—. Esa explosión olía a... azufre y hierro.
Ronan ya estaba transformándose en su forma de lobo.
—Iré a explorar.
—¡No! —la voz de Luna Evelyn resonó como un látigo—. Es una trampa. ¿No lo ven? Quieren que nos separemos, que los persigamos con miedo.
Los ojos de Darian se entrecerraron.
—Tiene razón. Celeste y Tobias no son lo suficientemente inteligentes para hacer esto solos. Alguien más les está dando órdenes.
—Pero si envenenan el agua... —comenzó Elara.
—No pueden —interrumpió su madre—. Los arroyos subterráneos son demasiado profundos, demasiado seguros. Tardarían semanas en envenenarlos adecuadamente.