Capítulo 2: Fuego en la llanura

Polonia Central, 3 de septiembre de 1939.

El cielo estaba limpio, pero la tierra no. Tras la tormenta de acero que había sido Mokra, la columna de la Leibstandarte no se detuvo. Ni celebró. Las órdenes eran claras: avanzar, empujar, romper. Y eso hacían.

El Panzer IV de Falk lideraba un grupo reducido que servía de punta de lanza por una carretera secundaria. A cada lado, campos sembrados con pozos ocultos, cadáveres de caballos, y el olor penetrante de gasolina derramada.

—No hay resistencia organizada, pero sí voluntad de morir matando —dijo Helmut, mientras cambiaba de canal en la radio—. Hay informes de minas artesanales en puentes, y de civiles con fusiles de caza.

—Eso no es guerra. Es desesperación —murmuró Konrad.

—Lo uno no quita lo otro —añadió Falk.

Un cruce. El Panzer giró sin detenerse. Detrás, otros tres blindados mantenían el ritmo. La Wehrmacht quedaba más atrás. Esta era la punta. La línea que cortaba el país.

—¿Dónde está la Luftwaffe hoy? —preguntó Lukas, esquivando los restos de un camión.

—Atacando Varsovia —respondió Ernst, desde su escotilla—. O eso dicen. Yo solo veo más y más camino.

Media hora después, estalló una mina improvisada bajo un semioruga que iba treinta metros detrás. La explosión fue seca, sucia. Uno de los soldados salió disparado por el aire como un muñeco sin cuerdas.

Falk no frenó.

—Avisad al equipo de zapadores de retaguardia. No podemos detenernos. No ahora.

—¿Ni para recoger cuerpos? —preguntó Ernst.

—Si frenamos, alguien más muere —respondió Falk.

El Panzer continuó. Más pueblos vacíos. Más huellas de retirada. En un muro alguien había pintado con carbón: "Aquí luchamos. Aquí morimos."

Helmut lo leyó en voz baja. Konrad bajó la mirada. Pero el motor no se detuvo.

Al caer la noche, acamparon brevemente en un claro junto a una granja abandonada. Falk dio cinco minutos de descanso antes del repostaje.

Lukas se tumbó en la tierra.

—¿Cuánto más?

Falk respondió con voz baja, pero firme:

—Hasta que no quede mapa. O hasta que lo doblen ellos.

Ernst sacó la flor seca de su bolsillo y la miró. No dijo nada. La volvió a guardar.

Helmut escribió en su libreta una frase breve: "Avanzar no es vivir. Es no morir todavía."

Y entonces, sin ceremonia, subieron de nuevo al Panzer.

El motor rugió. Y la columna siguió avanzando.