Moscú, 17 de septiembre de 1939.
Stalin escuchaba en silencio mientras Molotov leía los informes. La Wehrmacht había cruzado ya media Polonia y avanzaba con una eficacia que asombraba incluso a los soviéticos.
—Los alemanes limpian el oeste, camarada. Es hora de reclamar lo nuestro —dijo Molotov, dejando caer un mapa sobre la mesa.
Stalin encendió una pipa sin mirar el papel.
—Hazlo parecer ordenado. No queremos parecer carroñeros.
—¿Y si protestan?
—Que protesten. Occidente ha firmado su sentencia de irrelevancia. Nosotros recogemos lo que la historia nos debe.
La orden fue enviada. El Ejército Rojo cruzaría el este de Polonia en menos de veinticuatro horas.
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Londres, 3 de septiembre de 1939.
El Parlamento británico era un hervidero. Chamberlain, más pálido que nunca, tomó la palabra con voz grave:
—Nos hemos agotado en los intentos de evitar esta guerra. Pero Alemania ha invadido Polonia, y hoy, con pesar, anuncio que estamos en guerra con el Reich.
En los pasillos, sin embargo, no todos estaban convencidos. Algunos diputados murmuraban:
—Esta Alemania no se parece a la de 1914... ni a la de los panfletos.
—Tal vez. Pero avanza como una máquina. Y si no la paramos aquí, no la pararemos en absoluto.
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París, mismo día.
El gabinete de Daladier estaba dividido. El general Gamelin presionaba por movilización inmediata, pero otros hablaban de contención.
—Si cruzamos la frontera, nos hundiremos de nuevo en la trampa del Este.
—Y si no cruzamos, los alemanes no pararán —replicó un ministro joven.
Finalmente, se impuso el peso de la alianza. Francia declaraba la guerra. No con entusiasmo, sino con resignación.
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Berlín, Cuartel General del Reich.
El ambiente era tenso. En una sala de mapas del alto mando, Hitler permanecía de pie, con los brazos cruzados detrás de la espalda. Frente a él, varios generales y altos oficiales de Estado Mayor intercambiaban datos y miradas cautelosas.
—Francia y Gran Bretaña nos han declarado la guerra —dijo Keitel con voz neutra.
Hitler no respondió de inmediato. Caminó hacia la ventana y observó la lluvia caer sobre los tejados de Berlín.
—No los esperaba tan pronto —murmuró—. No del todo.
Uno de los generales, Brauchitsch, habló con tono medido:
—El ejército está preparado para Polonia. Pero no para sostener dos frentes largos. Aún no.
Hitler giró lentamente.
—No hay elección. No retrocederemos. Pero tampoco fingiré que era nuestro plan. Hemos sido empujados a una guerra para la que aún no estamos maduros.
El coronel Albrecht, en un ala del cuartel, recibió las noticias junto a sus oficiales subordinados.
—¿Se arrepentirá el Führer de haber cruzado esta línea? —preguntó uno.
Albrecht negó con la cabeza.
—No lo creo. Pero sí lo meditará cada noche. Y nosotros seremos los que avancemos mientras él lo hace.
Falk, de pie junto al mapa de operaciones, murmuró:
—Entonces avancemos. Aunque el futuro aún esté nublado.
Y en silencio, los engranajes siguieron girando.