Berlín, 10 de septiembre de 1939.
El despacho estaba en penumbra. La gran lámpara central seguía apagada. Sólo las lámparas de escritorio y los destellos de una tormenta lejana iluminaban el largo salón donde se reunían los hombres más poderosos del Reich.
Adolf Hitler se mantenía de pie, las manos cruzadas a la espalda, mirando un mapa extendido sobre la mesa. A su alrededor, figuras sombrías intercambiaban informes sin levantar la voz: Himmler, Speer, Keitel, Guderian… y Martin Bormann, que tomaba notas sin levantar la vista.
—Polonia se romperá —dijo Guderian con voz firme—. La cuestión es cuánto tardamos en reorganizarnos después.
—No podemos permitirnos reorganizar nada —replicó Himmler—. El aparato del Reich debe estar ya en plena producción.
Speer, tranquilo, deslizó un informe hacia el centro:
—La industria puede sostener una guerra corta. Pero una larga... requerirá reformas. Y tiempo. Cosa que no tenemos.
Hitler no hablaba. Observaba el este, pero pensaba en el oeste. En Francia. En los británicos. En una guerra mundial que aún no esperaba.
Una puerta lateral se abrió brevemente. Un oficial susurró algo a Guderian y le entregó un documento. Guderian lo leyó en silencio y habló:
—Informe de Josef Dietrich, comandante de la Leibstandarte. Está con sus hombres en la retaguardia avanzada. Dice: "Mi unidad no desfila. Mi unidad avanza. Si el este cae, el oeste será nuestro turno.”
Himmler arqueó una ceja. Keitel asintió lentamente.
—La Leibstandarte será fundamental en la imagen de invulnerabilidad. Si ellos avanzan, el pueblo verá que seguimos en control.
Hitler alzó la cabeza. Su voz, cuando llegó, fue baja pero cargada de decisión:
—Entonces que el acero ruja. Que Polonia caiga. Y que el mundo nos mire y tiemble.
Una pausa. Luego, el sonido de los pasos de un ayudante que entraba con otra carpeta.
—Noticias de la unidad de Falk Ritter, señor —dijo, entregándosela a Keitel.
Keitel revisó brevemente.
—Avanzan sin pausa. La moral es alta. El Panzer de cabeza ha superado todos los objetivos.
—Entonces quizás, cuando esta guerra de mentiras acabe... podamos mostrar lo que una verdadera división puede hacer —añadió Himmler, con un tono casi reflexivo.
Y mientras la tormenta crepitaba más allá de los ventanales, el Reich sellaba su próximo movimiento con humo, mapas y voluntad de hierro.