Polonia Central, 12 de septiembre de 1939.
El campamento improvisado olía a tierra quemada, aceite y café barato. Tras asegurar el cruce y replegar la compañía maltrecha, el batallón recibió una orden extraña: detenerse. Reabastecer. Respirar.
El Panzer IV reposaba cubierto por una lona. A su alrededor, los cinco tripulantes se movían con mecánica rutina. No hablaban mucho. Pero el silencio ya no era el mismo que en los días de instrucción. Ahora pesaba más.
Lukas se quitó la camisa y revisó el tren de rodaje con una llave inglesa manchada de grasa.
—¿Cuántas veces más crees que lo haremos? —preguntó sin mirar a nadie.
—Hasta que no quede nadie enfrente —respondió Ernst, apoyado en una caja de munición.
—O hasta que no quedemos nosotros —añadió Helmut, con voz baja, encendiendo un cigarrillo.
Falk los observaba desde una silla plegable, repasando mapas. Konrad limpiaba el visor de la torreta con la misma precisión obsesiva de siempre.
—No somos carne de cañón —dijo Falk, sin levantar la voz—. Somos punta de lanza.
—¿Y eso te da consuelo? —replicó Lukas.
Falk no respondió.
Un rato después, al caer la noche, compartieron un estofado aguado cocinado por soldados de intendencia. Helmut contó una historia absurda sobre un sargento que confundió un caballo polaco con un civil disfrazado. Ernst se rió por primera vez en días. Konrad sonrió. Lukas levantó su taza de estaño.
—Por los que cruzamos el puente —brindó.
—Y por los que no —añadió Helmut, serio.
Falk levantó la vista. En el cielo, apenas se distinguían las estrellas. Pero la calma era real, aunque fuera breve.
—Mañana volveremos a avanzar —dijo, levantándose.
Y todos lo sabían. Pero esa noche, por un momento, no eran soldados de una guerra ideológica. Eran solo cinco hombres vivos, alrededor de un Panzer humeante, intentando no pensar demasiado.