Capítulo 11: Voces extrañas

Polonia Central, 13 de septiembre de 1939.

El batallón seguía detenido. Reabastecimiento, dijeron. Pero Falk sabía que era algo más. El frente se había ralentizado. No por falta de órdenes, sino por exceso de cautela. Varsovia resistía, y no todos los caminos estaban claros.

Falk caminaba solo hacia la tienda de mando cuando un ayudante le indicó con un gesto que el coronel Albrecht lo esperaba. Entró sin hablar. El superior estaba de pie, sin chaqueta, observando un mapa extendido sobre una mesa.

—Ritter —dijo Albrecht, sin girarse—. Buen trabajo en el puente. Los informes hablan de precisión y decisión.

—El mérito es del equipo, señor.

—El mérito es de quien manda sin vacilar. ¿Cómo están los hombres?

—Cansados. Pero vivos. Algunos... en silencio desde entonces.

Albrecht asintió, como si lo esperara.

—He leído tu hoja. Vienes de la guardia personal. No todos los que marchaban bien frente a la Cancillería saben avanzar bajo fuego. Tú sí.

Falk no respondió. El coronel tomó una hoja y la deslizó hacia él.

—Nuevo sector. No inmediato. Pero cuando se dé la orden, liderarás la columna.

—¿Solo nosotros?

—Vosotros primero. El resto os seguirá. ¿Algún problema?

—Ninguno, señor.

Albrecht se detuvo un segundo antes de que Falk se girara para salir.

—Una cosa más —añadió—. He recomendado tu nombre para la Cruz de Hierro de Segunda Clase. No solo por lo del puente, también por la primera ofensiva. Se valora la iniciativa. Y tú la tienes.

Falk se quedó inmóvil un instante.

—Lo agradezco, señor. Aunque no era para eso que cruzamos.

—Lo sé —respondió Albrecht, mirándolo a los ojos—. Por eso lo mereces.

Fuera, al volver hacia el Panzer, Falk se detuvo. Un grupo de civiles polacos —ancianos, mujeres, un par de niños— se mantenía a distancia. Uno de los pequeños observaba el tanque con ojos enormes. Falk lo miró. El niño levantó la mano en un saludo tímido. Falk no respondió.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Helmut, que había bajado con un cigarro en la boca.

—Nada. Pero entendí el gesto.

—¿Crees que nos odian?

—Creo que no nos entienden. Y nosotros tampoco a ellos.

Konrad, que escuchaba desde el costado, añadió:

—Ni siquiera hablamos el mismo idioma. Pero todos entienden lo que hace un cañón de 75 mm.

Falk se apoyó en el blindaje aún tibio del Panzer.

—Tampoco nosotros entendemos del todo lo que hacemos. Solo seguimos avanzando.

Y en ese silencio compartido, entre máquinas que descansaban y civiles que observaban, la guerra pareció congelarse por un instante más.