Este de Polonia, 14 de septiembre de 1939.
El aire olía a pasto pisoteado, estiércol y humo. A kilómetros del campamento principal, una avanzada de la compañía blindada de la Leibstandarte avanzaba por una zona rural salpicada de granjas y colinas. Falk miraba el horizonte desde su asiento en el Panzer IV, todavía con el sabor metálico del último combate en la garganta.
—Movimiento al frente —anunció Helmut por radio—. Jinete... no, jinetes. Caballería.
—¿Qué clase de locura es esta? —murmuró Konrad, girando la torreta.
Falk usó sus prismáticos. Lo confirmó con incredulidad. Una unidad polaca de caballería, al menos dos escuadrones, avanzaba en línea abierta hacia ellos. No para retirarse. Para cargar.
—¿Están locos? —exclamó Lukas—. ¡No tienen armas pesadas!
—Tienen valor —respondió Ernst, tenso, cargando el primer proyectil.
Falk no gritó. No necesitaba hacerlo.
—Fuego solo cuando estén a distancia efectiva. Precisión. Respeto al enemigo.
El fragor de los cascos se volvió un eco sordo. Los jinetes polacos blandían sables, algunos llevaban fusiles. Ninguno dudaba. Eran rostros endurecidos, firmes, desesperadamente humanos.
—Cien metros —anunció Helmut.
—Fuego —ordenó Falk.
El cañón retumbó. Luego otro. Y otro. Caballos cayeron. Hombres también. Algunos lograron acercarse tanto que uno golpeó con su sable el blindaje del Panzer antes de ser abatido. Una de las esquirlas alcanzó la antena de comunicaciones, dejándolos brevemente sin enlace.
Fueron minutos eternos.
Cuando todo terminó, el campo estaba en silencio. Un caballo sin jinete trotaba confuso entre cuerpos y humo. El viento arrastraba los restos de paja, sangre y orgullo destrozado.
Falk descendió del vehículo. Caminó entre los caídos. Uno de los oficiales polacos aún respiraba, malherido. Le sostuvo la mirada. No habló. Solo le ofreció un trago de su cantimplora.
—¿Qué clase de guerra es esta? —murmuró Konrad detrás de él.
Falk no respondió. Observó el sable roto junto a uno de los cadáveres.
—Una en la que incluso el valor se vuelve inútil contra el acero.
A lo lejos, soldados alemanes recogían armas, cargaban cuerpos en mantas. Un joven SS, nuevo en la compañía, vomitaba a un lado del camino, incapaz de mirar.
Helmut se acercó y murmuró:
—Esta guerra no va a hacerse más limpia. Solo más rápida.
Falk asintió. Subió de nuevo al Panzer. El interior olía a pólvora y aceite. Lukas encendió el motor, y las orugas empezaron a girar.
—¿Destino? —preguntó Konrad desde su puesto.
—Adelante —dijo Falk, con voz grave.
Y entonces, el sonido lejano de más motores alemanes anunció que seguirían avanzando, aunque la memoria de esa carga absurda los acompañaría siempre.