Cerca de Piotrków, Polonia central — 4 de septiembre de 1939
El paisaje ya no era abierto. La columna de la Leibstandarte se internaba por caminos rurales, entre colinas y zonas boscosas. La lluvia reciente había vuelto el terreno traicionero. El Panzer IV avanzaba despacio, como si también sospechara que algo no encajaba.
Falk miraba el mapa una vez más. Había una aldea en el cruce. Pequeña. Según inteligencia, evacuada. Pero algo no cuadraba.
—No hay ropa en las ventanas, ni humo de chimeneas —dijo Helmut.
—Ni animales —añadió Ernst.
—Y demasiadas puertas cerradas —remató Konrad.
Falk asintió. Hizo una señal. Dos vehículos más se adelantaron. Uno giró hacia la plaza. Entonces todo ocurrió al mismo tiempo.
Una explosión. Luego otra. Las casas "vacías" se abrieron en fuegos de fusil y ráfagas de ametralladora. Desde un granero, un cañón antitanque disparó contra el segundo blindado. El impacto lo dejó inmóvil, humeante.
—¡Emboscada! —gritó Falk.
Lukas maniobró con brusquedad, girando hacia la plaza. Falk apuntó con la torreta hacia el granero.
—¡Fuego!
El proyectil destrozó la estructura. Gritos. Madera y humo.
En el canal de radio, voces de otras unidades pedían apoyo. El caos era total. No era una resistencia simbólica: los polacos habían preparado el pueblo como una trampa.
Desde el flanco izquierdo, una ametralladora ligera azotaba a los soldados de infantería. Falk decidió tomar el riesgo. Ordenó avanzar. El Panzer se abalanzó hacia la posición enemiga, disparando una vez más. Silencio. Luego, retirada polaca.
Cuando todo acabó, habían perdido tres blindados. Dos hombres de la compañía no volverían. Otros dos estaban gravemente heridos. Y varios tanques —incluido el de Falk— presentaban daños visibles: impactos en el blindaje, orugas desgastadas, cristales astillados.
Falk bajó del vehículo. Caminó entre los restos del enfrentamiento.
Un soldado enemigo yacía aún con el dedo en el gatillo. A su lado, una fotografía familiar manchada de barro. En otra esquina, una caja de munición improvisada con tablones marcados con nombres.
Helmut se le acercó.
—No estaban improvisando. Sabían lo que hacían.
Falk asintió. Konrad añadió:
—Y nosotros también.
—Pero no salimos ilesos —dijo Ernst, con una mirada hacia los restos del segundo blindado.
Nadie más habló. La aldea ardía detrás de ellos. No era una victoria. Era un recordatorio: la guerra era real, y les iba a exigir mucho más.
Más hombres, más acero, más fuego.
Y pronto, necesitarían rearmarse para continuar.