Capítulo 15: Acero y fuego

Cerca de las afueras de Varsovia — 6 de septiembre de 1939

El cielo era gris, denso, como si contuviera la respiración. Falk observaba desde la escotilla mientras el Panzer IV avanzaba entre campos abiertos, cruzando una carretera destrozada por el paso de columnas pesadas.

—Estamos cerca —dijo Helmut desde la radio—. Confirmado: estamos a 40 kilómetros de Varsovia. El mando quiere presión constante. No deben replegarse con orden.

Más adelante, columnas mecanizadas de la Wehrmacht avanzaban en paralelo, separadas por sectores. A lo lejos, los cañones de los blindados más grandes de la 10.ª División Panzer asomaban sobre una colina. Pero no era lo único que cruzaba el horizonte.

—Aviones —dijo Ernst, señalando el cielo.

Los Stuka aparecieron en escuadra perfecta, descendiendo en picado como halcones sobre los árboles del este. El sonido de sus sirenas —ese aullido característico— desgarró el aire antes de que el primer bombardeo hiciera vibrar la tierra. Columnas de humo se alzaron.

—Zona fortificada neutralizada —informó Helmut con tono seco, mientras traducía los mensajes de los pilotos.

Falk cerró la escotilla y dio la orden de avanzar. Los tanques de la Leibstandarte se movieron entre el polvo como si fueran parte del paisaje. A cada lado, vehículos más ligeros y motociclistas de reconocimiento buscaban rutas seguras.

No hubo resistencia inmediata. El enemigo retrocedía hacia posiciones defensivas más allá del Vístula. Pero la destrucción era evidente: carros agrícolas calcinados, casas partidas por la mitad, ganado muerto en los márgenes.

—Esto no es una campaña. Es un arado de acero —murmuró Konrad.

En el centro de comunicaciones, un mensaje nuevo: el Alto Mando ordenaba al grupo de Falk colaborar con ingenieros para asegurar un paso logístico antes de que cayera la noche. Helmut resopló.

—Nos usan como punta y luego como martillo. Nunca como escudo.

Falk no respondió. Solo observaba. Las llamas seguían elevándose en la distancia, y los Stuka regresaban a su base, dejando una línea de silencio tras de sí.

Pero la calma era una ilusión. Apenas cinco kilómetros más adelante, en las primeras colinas que protegían el acceso a Varsovia, comenzaron a sonar los primeros disparos. Ametralladoras dispersas, fuego irregular de fusil y, de repente, una explosión cercana que sacudió la tierra.

—¡Mina o artillería ligera! —gritó Lukas desde su asiento.

El Panzer giró con brusquedad. A lo lejos, columnas de humo más oscuras surgían de zonas fortificadas improvisadas. Los polacos, aunque desorganizados y sin artillería pesada, estaban formando una línea de resistencia. Las primeras trincheras, algunas ametralladoras bien colocadas, y hombres determinados a contener al monstruo de acero que se les venía encima.

Falk asomó brevemente la cabeza y vio lo que temía: la infantería alemana no seguía el ritmo. Aún estaban rezagados por problemas de logística, y los tanques de vanguardia quedaban aislados, avanzando por inercia, por doctrina, o por fe ciega en la victoria.

—Vamos solos —murmuró.

Konrad giró la torreta y disparó hacia un nido de ametralladora. El estallido fue inmediato. Helmut pedía refuerzos por radio, pero las respuestas eran lentas. No había coordinación.

—¿Retrocedemos? —preguntó Ernst.

Falk negó con la cabeza.

—A estas alturas, retroceder es más peligroso que avanzar.

Y avanzaron. A campo abierto, entre disparos esporádicos, cráteres recientes, y el olor persistente del fuego. A lo lejos, la silueta de Varsovia comenzaba a perfilarse en el horizonte, más como amenaza que como destino.

Ese día, no hubo una batalla abierta. Pero sí algo más sutil y peligroso: la certeza de que el avance no sería tan limpio como los mapas decían. Y que en las puertas de la capital, el acero alemán empezaba a encontrar algo más que retirada.

Encontraba resistencia.