Capítulo 2: Aullido en la Caravana Rota

El amanecer se arrastraba como un perro herido sobre el horizonte. El desierto, aún temblando por lo que ocurrió en la aldea maldita, no tuvo tiempo de lamer sus heridas. La justicia no espera. Cornerius tampoco.

Evie avanzaba por una vereda rocosa flanqueada por riscos dormidos. En sus patas aún quedaba ceniza. El silencio era denso, roto solo por el leve chasquido de sus pasos y el ulular del viento.

—Dijiste que no ibas a volver a usar el silbato. Que te quemaba por dentro —dijo Tlāzohcamati Cuetlachtli, trotando a su lado.

Cornerius no respondió.

—Una palabra. Solo una. ¿“Gracias”? ¿“Teníamos que hacerlo”? ¿Algo?

Nada.

Cuetlachtli bufó y se adelantó. Hasta él sabía cuándo no seguir presionando.

Pero entonces lo olieron.

Sangre.

Evie se detuvo al borde de una pendiente. Abajo, una caravana de comerciantes estaba en ruinas. Las carretas volcadas, los burros huyendo. Cuerpos. Al menos cinco. No parecían muertos por armas humanas.

Cornerius descendió sin dudar. Al llegar, vio los símbolos: cruces invertidas con plumas negras atadas en las puntas. Ocelomeh, otra vez. Pero había algo distinto.

Uno de los cadáveres... estaba despierto.

—Tú... no eres uno de ellos —jadeó el hombre, señalando a Cornerius—. ¡Cuidado! El... el que los dirige... ¡Él habla con tu mismo lobo!

Cuetlachtli gruñó de inmediato.

—¿Qué dijo ese cadáver...?

El moribundo estiró el brazo, y con sus dedos sucios, dibujó algo en la arena: la silueta de un lobo, con una marca en la frente. Un símbolo que solo un tonalli podía portar.

Cornerius se arrodilló. No para rezar. Para observar. La marca era clara.

—No puede ser —susurró Cuetlachtli—. Eso es... Xocoyotl. Mi hermano.

El viento se levantó de golpe. Desde los riscos, una figura encapuchada apareció, flanqueada por lobos de pelaje blanco y ojos como el hielo.

—¡Hermano! —gritó una voz gutural, distorsionada como un trueno contenido—. ¡Ve lo que me obligaste a ser!

Cuetlachtli se tensó.

—¡Es él! ¡Está vivo! O... algo peor.

La figura levantó una lanza hecha de obsidiana y hueso. Con un movimiento, apuntó a Cornerius.

—¡Tu jinete robó lo que me pertenecía! Ahora lo veré arder en las fauces de la noche.

Los lobos blancos cargaron.

Cornerius no se movió. Evie relinchó.

—Ahora sí te vendría bien el silbato —murmuró Cuetlachtli.

Pero Cornerius no lo necesitó. Con una velocidad imposible, sacó su revólver de seis cañones. No disparó. Golpeó el suelo con la empuñadura.

¡CLANG!

Una onda negra brotó de la tierra. Los lobos se detuvieron en seco, temblando. Algo los contenía. Algo viejo. Algo aún más salvaje que ellos.

—¿Qué fue eso? —preguntó Cuetlachtli, temblando él mismo.

Cornerius miró al encapuchado. Lo señaló con un dedo.

Y por primera vez en mucho tiempo, habló:

—Tu guerra es conmigo. No con los inocentes.

El eco de su voz retumbó como un trueno.

El enemigo se rió.

—Entonces ven por mí, jinete del silencio. Pero cuidado... mi tonalli ya no responde a dioses antiguos.

Y desapareció entre una nube de humo blanco.