La noche había caído como un telón espeso cuando Cornerius llegó al borde del cañón. Las estrellas parecían observar desde arriba, inquietas. A su lado, Cuetlachtli caminaba en silencio, sus ojos dorados fijos en la grieta que se abría frente a ellos: el Umbral.
Del otro lado, una figura esperaba. Su silueta era casi idéntica a la de Cuetlachtli, pero su energía era distinta. Más antigua. Más salvaje.
—Xocoyotl… —murmuró Cuetlachtli, deteniéndose—. Hermano.
El otro lobo no respondió. Sus ojos eran de un verde enfermo, y su pelaje, una sombra viva. Había cruzado hace mucho tiempo hacia un lugar al que ni los espíritus deberían ir.
—Volviste —gruñó Cuetlachtli—. Pero no eres el mismo.
—El mundo cambió —respondió Xocoyotl—. Y yo con él. Itzcueponi me mostró la verdad.
Cornerius se mantuvo detrás, alerta. No podía ver a Xocoyotl, pero sentía su presencia como un frío bajo la piel. El Umbral entre ambos lobos brillaba con un resplandor turbio.
—No tienes que seguirlo —insistió Cuetlachtli—. Aún puedes regresar.
—¿Regresar? —rió el otro—. No, hermano. Vine a advertirte. Pronto, el Umbral se abrirá por completo. Y cuando eso ocurra, tú también tendrás que elegir.
El silencio fue profundo. El viento trajo un eco antiguo. Un temblor leve agitó la tierra.
—Entonces pelea conmigo —dijo Cuetlachtli—. O aléjate.
Xocoyotl retrocedió. Su forma se desvaneció como humo bajo la luna.
—Nos volveremos a ver, hermano. En el fin o en el inicio.
La grieta se cerró por ahora. Pero algo había quedado abierto en el corazón de Cuetlachtli.
—¿Lo perdiste? —preguntó Cornerius.
—No —respondió el lobo, mirando al cielo—. Aún no.