El humo aún se alzaba como un velo gris sobre la aldea calcinada cuando Cornerius desmontó. Evie relinchó suavemente, inquieta por el silencio antinatural. Tlāzohcamati Cuetlachtli olfateaba el aire, con las orejas erguidas.
—Algo sigue aquí —gruñó el lobo—. Algo que no terminó de morir.
Las casas eran esqueletos ennegrecidos. Entre los restos humeantes, Cornerius encontró símbolos pintados con sangre seca: espirales, manos abiertas, ojos sin pupilas. Magia antigua… y prohibida.
Un sonido emergió de las sombras: un quejido. Una niña, sucia y cubierta de hollín, temblaba tras una carreta volcada. Tenía los ojos en blanco, como si mirara más allá del mundo.
—¡¿Quién hizo esto?! —rugió Cuetlachtli, pero la niña solo susurró una palabra:
—Brimurrojo…
Cornerius sintió un escalofrío recorrerle la columna.
—Está marcando territorio —murmuró, más para sí que para su tonalli—. Quiere que sepamos que fue él.
—Pues lo sabe ahora. Y no dejará de hacerlo hasta que lo detengamos —añadió el lobo con fiereza.
El viento volvió a soplar, esta vez con olor a hueso quemado. Cornerius recogió a la niña y la montó sobre Evie. El viaje apenas comenzaba, y las cenizas aún guardaban secretos.
—Vamos —dijo, mirando el horizonte teñido de rojo—. Es hora de cazar al monstruo.