Bélgica central — 11 de mayo de 1940
El suelo temblaba con el paso de los blindados. La Leibstandarte avanzaba como si fuera una punta de lanza lanzada sin freno, veloz, imparable. Desde el aire, se diría que no era una división, sino un ejército entero.
Falk observaba los campos pasar a cada lado del Panzer. Las aldeas eran cada vez más escasas. Las tropas belgas se replegaban hacia el interior, y los británicos aún no llegaban en masa. La Luftwaffe había sembrado el cielo el día anterior. Ahora, el terreno quedaba a merced de las orugas.
—Hemos avanzado más en un día que en una semana en Polonia —murmuró Konrad.
—Eso piensan ellos —replicó Helmut desde la radio—. Estamos replicando una fuerza de cuerpo de ejército. Hasta el enemigo lo cree. Nos informan como si fuéramos tres divisiones combinadas.
Falk lo sabía. Era parte del engaño. El verdadero golpe se dirigía al sur, por las Ardenas. Pero en Bélgica, ellos eran el espectro del Blitzkrieg. El puño visible que hacía temblar al enemigo en el lugar equivocado.
Atravesaron carreteras que no esperaban tráfico pesado. Puentes reforzados para aguantar artillería ligera empezaban a crujir bajo el peso de los Panzer. Y aún así, avanzaban.
Las columnas se estiraban, pero mantenían la cohesión. Albrecht, desde su transporte de mando, transmitía instrucciones con precisión milimétrica. La imagen de un ejército moderno no era solo fuego: era ritmo, era coreografía.
—¿Qué tan lejos estamos de Bruselas? —preguntó Lukas.
—Unas horas, si no hay interrupciones —respondió Falk.
Pero las hubo.
A la entrada de un cruce ferroviario, una unidad belga resistía. Tenían ametralladoras ligeras y un cañón antitanque viejo, bien camuflado entre sacos de arena. El primer vehículo de reconocimiento fue alcanzado.
—¡Contacto! Flanco derecho. Batería oculta —informó Helmut.
Falk dio la orden sin dudar:
—Konrad, fuego concentrado. Ernst, carga alto explosivo. Lukas, mantenlo estable.
El primer disparo del Panzer IV hizo temblar la vía. El segundo alcanzó la trinchera. En cinco minutos, la posición quedó silenciada.
—Valientes, pero solos —murmuró Ernst, al ver los cuerpos retirados por sus propios compañeros en retirada.
No se detuvieron. No podían. Cada minuto de avance era parte de un reloj estratégico mayor.
Y así, la Leibstandarte siguió avanzando. Como una flecha negra sobre los campos de Bélgica. No eran un ejército, pero lo parecían. Y ese era el poder real que llevaban.
La ilusión de invencibilidad era, en sí misma, una forma de victoria.