Bélgica — 28 de mayo de 1940
La lluvia caía fina, persistente, como si intentara borrar las huellas del acero. En apenas dos días, la Leibstandarte había cruzado Bélgica como una cuchilla. Más de 200 kilómetros recorridos entre humo, barro y asfalto roto. Era un ritmo que ni siquiera ellos creían posible.
Las radios no dejaban lugar a dudas: Bélgica se había rendido. El rey Leopoldo III había ordenado el cese de la resistencia. Para muchos, era el final de una defensa desesperada. Para la Leibstandarte, era simplemente la siguiente etapa.
—Confirmado —anunció Helmut, auriculares puestos—. Alto el fuego belga en todos los frentes. Algunas unidades británicas se replegan hacia Dunkerque.
Falk no respondió. Desde la escotilla de su Panzer, observaba una carretera salpicada de carros abandonados, camiones civiles requisados y soldados belgas desarmados caminando en formación. Algunos alzaban las manos. Otros simplemente bajaban la cabeza.
—No hay orgullo en esto —murmuró Konrad.
—Ni gloria —añadió Ernst—. Solo cansancio.
Lukas maniobró el Panzer hacia un claro junto a un puente intacto. El blindado se detuvo con un gruñido metálico. En el horizonte, columnas de humo marcaban pueblos que aún ardían. Algunos por combates. Otros por sabotajes.
Falk descendió. Caminó entre los restos de lo que había sido una posición fortificada. Sacos de arena. Cajas de munición. Cascos. Y manchas oscuras que no eran de lluvia.
Un oficial belga, acompañado de dos soldados, se acercó con las manos visibles. No hablaba alemán, pero tampoco hizo falta. Con un gesto, ofreció su pistola enfundada.
—¿Aceptamos rendiciones formales? —preguntó Lukas, bajando del blindado.
—No somos la policía militar —respondió Falk—. Solo anótalo. Y deja que pasen.
El oficial asintió lentamente, como si entendiera más allá de las palabras. Dio media vuelta, y sus hombres lo siguieron en silencio.
La rendición no había detenido el reloj de la guerra. Los informes hablaban de resistencia británica en retirada, de bolsas aisladas, de una costa que se convertía en embudo. El norte de Francia ya se preparaba para el siguiente acto.
—Esto no es el final —dijo Albrecht por la radio—. Solo un intermedio. La verdadera presión empieza ahora.
Falk volvió a subir a su tanque. Miró el mapa. Calais. Dunkerque. Lille. Todo estaba allí, esperándolos.
Y aunque Bélgica había callado, el eco de sus ruinas seguía retumbando bajo las orugas.