Norte de Francia — 29 de mayo de 1940
El suelo cambiaba. Bélgica quedaba atrás, y con ella las carreteras estrechas y los pueblos grises. El avance ahora era por campos abiertos, cortados por setos bajos, viejas trincheras de la Gran Guerra y caminos de tierra seca. Pero no todo era vacío.
Al sur de Cambrai, llegaron los informes.
—Tanques franceses. Pesados. Dirección noroeste —dijo Helmut desde la radio—. El mando los identifica como Char B1 y Somua. Mucho más blindaje que los nuestros.
Falk frunció el ceño. El Panzer IV no era un mal blindado, pero no había sido diseñado para combates frontales contra fortalezas rodantes.
—¿Cuántos? —preguntó.
—Una docena, tal vez más. Avanzan en línea discontinua, cubriéndose mutuamente.
La columna de la Leibstandarte se detuvo en un claro. Era la primera vez en toda la campaña que se enfrentaban a un enemigo blindado que no retrocedía.
—Prepara munición perforante —ordenó Falk—. Y no dispares al chasis. Vamos a por las orugas y los flancos.
Los tanques franceses aparecieron entre las colinas como bestias prehistóricas. Eran lentos, pero intimidantes. Sus cañones de 47 mm y 75 mm hacían retumbar el terreno. Uno de ellos disparó a distancia. Un Panzer III explotó en llamas.
—¡Contacto! —gritó Lukas.
—Konrad, apunta alto. No los vamos a romper de frente —rugió Falk.
El intercambio fue brutal. Los Panzer IV maniobraban con rapidez, buscando ángulos, flanqueos, disparando y replegándose. Algunos disparos rebotaban inútilmente contra el blindaje inclinado de los Char B1. Pero poco a poco, el entrenamiento y la táctica surtían efecto.
Uno de los Char, inmovilizado tras perder una oruga, intentó seguir disparando. Un disparo certero de Konrad impactó en su torreta. No lo destruyó, pero lo silenció.
—Uno menos —dijo Ernst.
A su alrededor, el campo se llenaba de humo, fuego y acero retorcido. Las radios escupían órdenes cruzadas, y los conductores giraban bruscamente para evitar quedar atrapados.
Tras casi media hora de combate, los franceses comenzaron a replegarse. No por cobardía, sino por orden y falta de apoyo. No eran divisiones rotas, eran formaciones disciplinadas que sabían cuándo conservar su fuerza.
Falk descendió un momento del Panzer. El olor a combustible, tierra quemada y pólvora era asfixiante. Observó el campo: cinco tanques enemigos destruidos o inutilizados. Tres Panzer alemanes en llamas.
—No éramos invulnerables —dijo Konrad, secándose la frente.
—Pero seguimos de pie —respondió Falk—. Y eso es lo que cuenta.
Ese día, la guerra les mostró los dientes. Y por primera vez, los tanques enemigos no fueron ruido… fueron amenaza real.
Capítulo 4: Acero contra aceroNorte de Francia — 29 de mayo de 1940
El paisaje cambiaba. Bélgica quedaba atrás, y con ella los pueblos de piedra y las carreteras angostas. Ahora el avance cruzaba campos abiertos, líneas de setos, caminos de tierra reseca y viejas trincheras de la Gran Guerra. Pero no todo era espacio libre.
Al sur de Cambrai, llegaron los primeros informes.
—Tanques franceses. Pesados. Dirección noroeste —anunció Helmut desde la radio—. El mando cree que son Char B1 y Somua. Mucho más blindaje que los nuestros.
Falk frunció el ceño. El Panzer IV no era débil, pero tampoco estaba hecho para enfrentarse de frente a monstruos blindados.
—¿Cuántos?
—Una docena, quizás más. Se mueven por sectores. Coordinados.
Por primera vez en la campaña, la Leibstandarte se detuvo. A lo lejos, entre las colinas, emergían los siluetas francesas. Grandes, lentas, formidables. No retrocedían. No se escondían.
—Munición perforante, sólo para detenerlos —ordenó Falk—. Disparen a las orugas. No buscamos destruirlos... solo ganar tiempo.
Los Panzer abrieron fuego. El campo retumbaba con el eco de los cañonazos. Pero los disparos rebotaban contra el frontal inclinado del Char B1 como piedras contra una muralla. Uno de los Panzer III voló por los aires, impactado de lleno por un proyectil de 75 mm.
—¡Maldita sea, nos están ganando el pulso! —gritó Lukas mientras maniobraba para evitar el fuego directo.
—¡Necesitamos apoyo! —Konrad tecleó la radio a máxima potencia—. Posición hostil confirmada. Solicitamos baterías antitanque pesadas. ¡Urgente!
El silencio fue breve. Y luego... la respuesta.
Desde la retaguardia, arrastrados por semiorugas, llegaron dos cañones Flak 88, desplegados en tiempo récord. Los artilleros apenas saludaron. Ya conocían su papel.
—Falk, nos dan 60 segundos para despejar el campo de tiro —informó Helmut.
—Retroceded. Dadles visión. El cielo se va a partir en dos —ordenó Falk.
Los Panzer se retiraron a los flancos. El primer Flak disparó. Un fogonazo. El proyectil atravesó el frontal de un Char B1 como si fuera papel. Explosión interna. Acero doblado. Fuego.
Un segundo disparo. Otro blindado francés se detuvo en seco. Ya no eran fortalezas. Eran blancos.
En menos de diez minutos, cinco tanques enemigos habían sido destruidos. Los restantes comenzaron a replegarse. No huyendo, sino reagrupándose. Eran profesionales. Pero incluso ellos sabían cuándo un campo de batalla ya no les pertenecía.
Falk descendió. El olor a metal quemado y tierra recién rota llenaba el aire.
—Eso no lo habríamos conseguido con nosotros solos —dijo Konrad, aún desde la escotilla.
—No. Pero lo detuvimos lo suficiente como para llamar al trueno —respondió Falk.
Esa tarde, aprendieron algo más que sobre el enemigo.
Aprendieron que en Francia, el mito de la invulnerabilidad había acabado. Pero también que, con el arma adecuada, todo muro se puede romper.