Francia — 30 de mayo de 1940
El avance no se detenía. No porque todo estuviera bajo control, sino porque el reloj de Berlín no conocía la palabra descanso.
La Leibstandarte cruzaba Francia como un cuchillo ya mellado por el uso, pero aún afilado. El golpe por las Ardenas había partido en dos al frente aliado, y ahora solo quedaba perseguir. Encerrar. Exprimir. Pero algo no encajaba del todo.
—Estamos avanzando demasiado —dijo Helmut, rompiendo el silencio de la cabina—. Ni la infantería ni las divisiones de suministro nos siguen el ritmo.
Falk lo sabía. No necesitaba los mapas para intuirlo: ningún camión logístico, ningún convoy de tropas a pie había pasado por ellos en horas. A veces, sentía que eran una flecha lanzada... sin arco que la siguiera.
—¿Dónde está el frente? —preguntó Lukas.
—Ya no hay frente —respondió Konrad, desde la mirilla—. Solo retazos.
Atravesaban pueblos que parecían fantasmas: tiendas saqueadas, señales caídas, carteles pintados a toda prisa en francés y en inglés. De vez en cuando, algún disparo aislado los obligaba a frenar. Una ametralladora escondida, un francotirador, un grupo de ingenieros que volaba un puente y desaparecía.
En La Bassée, una resistencia mal organizada les frenó durante más de veinte minutos. El fuego era desordenado, pero sostenido. Los soldados enemigos no luchaban por victoria, sino por obstaculizar. Y eso los hacía impredecibles.
—¿Y si nos cercan por los flancos? —murmuró Ernst—. No hay nadie cubriéndolos. Ni siquiera sabemos si hay líneas amigas a nuestra derecha.
—Por eso nos mandan a nosotros —dijo Falk—. Para hacer ruido. Para parecer más grandes de lo que somos.
Pero incluso él empezaba a notarlo: los tanques estaban sucios, los motores forzados, las dotaciones cansadas. Y lo más preocupante: no había nadie detrás. Nada aseguraba el terreno que iban dejando atrás.
—Albrecht pide mantener el ritmo —informó Helmut—. La prioridad es llegar a Saint-Omer antes del anochecer.
—Y si nos encontramos con una división francesa reorganizada en medio de la nada, ¿qué hacemos? ¿Gritar más fuerte? —ironizó Konrad.
No hubo respuesta.
A lo lejos, Dunkerque ya asomaba entre columnas de humo. Tropas aliadas replegándose al mar, sin orden, pero aún armadas. El combate final parecía cerca.
Pero Falk sabía que estaban estirando la línea. Que si alguien los cortaba por retaguardia, nadie vendría a ayudarles en horas. Quizá días.
La guerra avanzaba. Ellos también.
Pero cada kilómetro extra que ganaban… era un paso más en el filo.