Francia — 1 de junio de 1940
Desde la distancia, Dunkerque no parecía una ciudad. Parecía una herida abierta.Fuego, humo, ruinas. Y más allá, el mar: un mar que ya no ofrecía salida, sino naufragio.
La Leibstandarte no estaba sola. No era el filo principal del ataque, sino una de las pinzas. Una fuerza de apoyo. O eso decía el alto mando. Pero la realidad no entendía de jerarquías. Todos estaban en la trinchera. Todos avanzaban.
—Han reforzado el perímetro costero —informó Helmut—. Tropas francesas en las avenidas interiores. Británicos atrincherados en el puerto. Civiles mezclados con soldados.
—¿Y nuestros flancos? —preguntó Falk.
—Colapsados por el barro. Solo los Panzer de la 10.ª y 8.ª División pueden entrar en condiciones. Pero están bloqueados al oeste.
—¿Entonces somos la pinza… o el centro? —murmuró Konrad.
Silencio.
La columna blindada avanzaba por calles rotas, casas derruidas, postes eléctricos partidos como huesos. Las radios gritaban órdenes caóticas. Los informes se contradecían. Nadie sabía con certeza cuántos enemigos quedaban… ni de dónde podrían contraatacar.
—Estamos demasiado al frente —susurró Ernst, mientras cargaba una nueva ronda.
Y tenía razón. Demasiado al frente para ser retaguardia. Demasiado lejos para retirarse. Demasiado aislados para sentirse seguros.
El enemigo no se rendía. No esta vez. Tropas coloniales francesas se lanzaban al asalto con bayonetas. Soldados británicos luchaban casa por casa, cubriendo a sus compañeros que huían hacia la playa. Algunos llevaban heridos a la espalda. Otros disparaban hasta quedarse sin cargadores… y luego arrojaban piedras.
—No nos enfrentamos a soldados, sino a hombres sin más opciones —dijo Falk.
Y esos eran los más peligrosos.
Desde el cielo, la Luftwaffe bombardeaba sin descanso. Pero no limpiaba el campo. Solo lo confundía más. Cráteres en rutas de escape. Fuego amigo. Sombra tras sombra.
A mediodía, un Panzer III aliado fue alcanzado por un proyectil británico escondido en un tranvía. Ardió como una bengala. A las tres, un pelotón alemán fue rodeado en un almacén. Gritaban por radio. Nadie acudió.
—No controlamos nada —dijo Lukas, los nudillos blancos sobre los mandos—. Solo avanzamos.
—Eso es la guerra —contestó Falk—. Fingir que el mapa manda… cuando solo el caos decide.
Al anochecer, llegaron a un punto elevado. Desde allí, vieron el mar.
La playa era un cementerio. Restos de embarcaciones. Pilas de cuerpos. Equipos abandonados. Y aún así, entre las llamas, seguían luchando.
Pero ya no por victoria.
Solo por un día más.