Francia — 4 de junio de 1940
El alto seguía vigente. La Leibstandarte permanecía detenida, en un pueblo agrícola a medio camino entre Dunkerque y Lille. Las órdenes eran claras: reorganizar, abastecerse, no intervenir.
Y entonces los vieron llegar.
Un destacamento de las SS de retaguardia, acompañados por elementos de la policía militar de ocupación. Uniformes limpios. Vehículos sin barro. Cinturones ajustados como si no existiera el hambre ni el polvo.
No vinieron a reforzar. Vinieron a limpiar. O eso decían.
—Limpieza política —explicó Helmut, leyendo un informe—. Registro de elementos comunistas y sabotaje civil. Autorizado por Berlín.
Falk no dijo nada. Pero su ceño se frunció. Konrad, en cambio, no se contuvo:
—No buscan saboteadores. Buscan chivos expiatorios. Ya lo he visto antes. Quieren sangre para justificar su presencia.
Esa tarde, vieron humo. No lejos del pueblo, una granja ardía. Falk y parte de su equipo salieron por instinto, ignorando la orden de inmovilidad.
Allí los encontraron: tres civiles ejecutados junto al pozo. Un hombre, una mujer y un adolescente. Todos sin armas. Todos con un disparo en la nuca.
—Colaboradores con la Resistencia —dijo uno de los oficiales SS, sin levantar la vista.
—¿Y su juicio? —preguntó Falk.
—¿Para qué? El juicio lo dicta el deber.
Falk se acercó. Su uniforme estaba sucio. El otro oficial, reluciente, retrocedió un paso sin querer.
—Aquí luchamos contra ejércitos —dijo Falk en voz baja—. No ejecutamos granjeros.
—No se meta en lo que no le concierne —respondió el otro.
—Yo he visto morir a mis hombres por defender esta tierra. Y si usted mancha lo que ellos lograron, entonces sí me concierne.
Konrad levantó el arma. No apuntó. Pero tampoco la bajó.
El silencio fue tenso. El oficial de retaguardia se encogió. Dio media vuelta.
Esa noche, Falk hizo guardia fuera del Panzer. No por miedo al enemigo.
Por miedo a los de dentro.